«Yo no sabía ni cuándo ni cómo iba a salir del centro de detención, si en una bolsa de plástico, en un autobús hacia México o en libertad, como había estado mis 26 años anteriores de vida en este país»
Washington, (EFE/Miriam Barchilón).- Fueron dos años, pero la mexicana Alejandra Pablos revive la experiencia cada día. Aún le atormenta la soledad, las esperas eternas y el miedo que sufrió en uno de los centros de detención de Estados Unidos, en los que actualmente viven recluidos casi 40.000 inmigrantes.
Como muchos, Pablos estaba pendiente de la decisión que tenía previsto emitir esta semana el Tribunal Supremo de EE.UU. sobre un decisivo caso sobre los centros de detención.
El alto tribunal, sin embargo, decidió postergar su decisión para volver a evaluar en los próximos meses el caso, en el que tendrá que decidir si los inmigrantes, como cualquier ciudadano estadounidense, tienen derecho o no a una audiencia que examine su reclusión y les permita quedar en libertad mientras esperan una resolución.
La propia Pablos tuvo derecho a audiencias ante un juez cada cuatro meses durante los dos años (entre 2011 y 2013) que estuvo recluida en el centro de Eloy, en Phoenix (Arizona).
“El sistema es lento y está roto -criticó-, hay pocos jueces y no hay gente suficiente trabajando en el área de inmigración. Al mismo tiempo, intentan llenar camas, nos tratan como productos, para ganar beneficios, y acabamos pasando allí mucho tiempo”.
“Yo no sabía ni cuándo ni cómo iba a salir del centro de detención, si en una bolsa de plástico, en un autobús hacia México o en libertad, como había estado mis 26 años anteriores de vida en este país”, aseguró a Efe Pablos.
“El sistema es lento y está roto -criticó-, hay pocos jueces y no hay gente suficiente trabajando en el área de inmigración. Al mismo tiempo, intentan llenar camas, nos tratan como productos, para ganar beneficios, y acabamos pasando allí mucho tiempo”.
La mujer se refirió así a la “cuota de cama”, una disposición federal que exige mantener diariamente a por lo menos 34.000 inmigrantes en los centros de detención para poder hacer rentable el negocio a las empresas privadas que las gestionan.
Según Human Rights Watch, dos tercios de los inmigrantes retenidos están en centros operados por empresas de privadas.
Entre octubre de 2016 y el 3 de junio de este año, según datos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), en los centros de detención hubo de media diaria 39.102 individuos, una cifra que se ha mantenido casi estable desde la crisis de niños llegados solos desde Centroamérica en 2014.
Pablos consiguió salir del “infierno” del centro de detención de Arizona en noviembre de 2013 gracias a la fianza de 9.000 dólares que pagó su hermano, un veterano de la Fuerza Aérea de EE.UU. que combatió en Kuwait y se sintió indignado al ver cómo el país por el que había luchado estaba tratando a su hermana.
La mujer llegó a Estados Unidos desde México en 1985 cuando tenía solo 6 meses. Se crió en California con su madre y con su hermano menor, nacido en territorio estadounidense.
A los 14 años, se mudaron a Tucson (Arizona) y allí Pablos logró la tarjeta de residente permanente (“green card”), mientras que su madre consiguió la ciudadanía estadounidense.
En 2011, Pablos se metió en un lío: la Policía le descubrió artículos para consumir drogas y fue condenada a cinco años de libertad vigilada y, al cumplir la pena, el ICE la atrapó para expulsarla a México tras revocársele la residencia permanente.
La incredulidad, la ansiedad, la desesperación, el miedo y la confusión se apoderaron de ella, cuando se vio “atrapada en el sistema migratorio” de Estados Unidos.
“Mi primera noche detenida la pasé en una sala en la que había unas 20 mujeres. La más joven tenía unos 17 años. Estábamos en el piso de piedra, sin cobijas, tratando de crear calor corporal porque estábamos heladas. Nunca he pasado más frío en mi vida. Me dolían los huesos”, recordó Pablos entre lágrimas.
El día a día en el centro de detención era deprimente, la alimentación deficiente, solo tenían derecho a salir al patio una hora y no tenían derecho a acceder a ningún tipo de educación.
En las habitaciones había dos personas, con colchones “muy finos” y sin privacidad, según relata.
Sin embargo, uno de los aspectos más preocupantes para Pablos y, para las organizaciones defensoras de los derechos de los inmigrantes, es el cuidado sanitario en los centros.
Precisamente, en un informe divulgado en mayo, Human Rights Watch denunció que la atención médica en los centros muestra una “peligrosa precariedad” debido a unos cuidados de baja calidad y escasa supervisión. EFE