Periodismo Interpretativo
Atributos del poder
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El poder es lógico y sus líneas se avienen a un cierto orden matemático implícito.
Pero también es “arbitrario” condición sustancial de la violencia, organizada o no.
Es su característica que ninguna ciencia, ningún oficio, ningún trabajo humano o artificial le sean ajenos o indiferentes.
Es homocéntrico: su núcleo pendular y vital es el hombre con sus capacidades para moverse en su sierpe voladora que deviene poliedro y a la que llamaremos “lo político.”
Es físico y sus columnas enhiestas se cimentan, deben cimentarse, en zapatas flexibles y rígidas, embriagadas y sobrias, lo cual decide su plasticidad y su arte.
Todo arte contiene algo de ambiguo y de contradictorio a fin de hacerse atractivo y demostrativo.
Nunca se dijo nada más cierto: quien expone se expone. Tienes un punto de vista y es imposible que no encuentres a alguien que tenga otro diferente.
Es artificioso y a él acude el efecto de imagen que cual espejismo nacido en la arena, se desteje caprichosamente, inducido por el trabajo del hombre y los efectos del tiempo.
Es tutelar y lo cuidan dragones, cancerberos, escorpiones y monstruos, santos y factores diversos que bendicen sus cimientos para que no deshaga el tejido que lo hace tolerable de vez en cuando.
Es subjetivo y lo ponderan e impugnan los fuegos y los juegos del pensamiento analítico.
Esa, su naturaleza paradójica: (atmosférico se obliga a mudanza, y rígido: le sienta bien la disciplina del oficio), es razón poderosa para que se le exponga a escrutinio permanente.
Un poder sin contestación es como una torta hecha de ladrillos: no puedes mojarlo para que se ablande como justo reclamo, no lo tragas por esas razones poderosas y no te alimenta, ni te aprovecha porque lo forzoso algún día se aviene a lo grotesco y fallido.
Es “paternal” si lo requiere el momento y se muestra “humano” a fin de mantenerse en el territorio axial y encontradizo de lo legítimo.
Un Poder sin legitimidad, esa cuestión blanda y translúcida que apacigua las iras de las amazonas y las arpías, siempre será movedizo y efímero, aunque no lo aparente, aunque se prolongue por mil años en un imposible perdurable y mágico que no ignoraron los faraones del alto Nilo.
Es sexual pues todo lo que hacemos o pretendemos no hacer se expresa en función de la presencia de la mujer en el mundo.
Somos, de la mujer, sus payasos necesarios y, peor aún: “nos hicieron sus esclavos y nos gustan sus cadenas,” como enseña sin veneno la ranchera mexicana que cantó don Pedro.
Es continuo o no existe. No puede sustraerse a su papel primario.
Lo paradójico, lo borroso y lo frívolo no le viene bien a su estado de salud que debe ser robusta no importan las contradicciones que le merezcan a un análisis hecho a saltos, como derivado de un aguacero de verano que al resplandecer el día se evapora en el suelo.
Es “humanista” o deriva en autoritario.
Ambas posibilidades, humanismo y autoritarismo, no pueden conjugarse en un mismo proceso porque chocan trágicamente.
Aquellos factores que sostienen el Poder tienden a desplegarse y a replegarse de acuerdo a quien aproveche mejor las contradicciones que surjan de ese combate.
Entonces, si falla lo primordial, el equilibrio, se llega a la caricatura, a la violencia, a la sangre y al bochorno interno y externo.
Es formal, pomposo, el poder, es dodeaedro, lo mueve un espíritu de espectáculo.
Y es un espectáculo.
Es un espacio espectacular en ocasiones risibles, en ocasiones trágico.
Los mejores actores, bien pagados, esclavos del día a día y de las opiniones ajenas, a los que la multitud llama presidentes, temen o deben temer devotamente el ridículo o el despropósito. No aprender a tiempo es como haber olvidado lo indispensable.
Ese es un riesgo permanente, un “handicap”, un tropiezo doloroso, que puede ocurrir en el camino y que tiene consecuencias. Las experiencias que hay son copiosas.
Es servicio o no sirve para aquello que le dio origen en los penumbrosos momentos de la Historia en que un jefe tribal decidía en la aldea elemental sobre la vida y sobre la muerte.
Es firme pero comprende. Sabe que hay especificidades, que hay un animal de buenas, de “malas” y de peores costumbres llamado el ser humano que deviene poroso, patético, estrepitoso, débil, turbio, adolorido, casi siempre con prisa y a veces, no sin riesgos, rencoroso.
Es como una yegua que montas pero no conoces sus intenciones más íntimas: lo mismo te sube a la cima más alta que te apea con rabia en la primera bajada en que se sabe fuerte.