De portada
Calles vacías de un país cuya savia ha sido la alegría y felicidad que vienen de lo más profundo del corazón.
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Con calles desiertas y con muy pocas almas en los espacios públicos de la ciudad, tal vez en su búsqueda del pan de cada día, proyectándose un comportamiento envidiable y un civismo con una gran dosis de arrepentimiento frente a un fantasma devastador de lo más vital que tiene la existencia: la vida.
El coronavirus ha sido una prueba muy grande para el mundo entero y uno de cuyos mensajes es que no se priorice el interés pecuniario ante las necesidades humanas y que el amor debe ser una arma muy poderosa para impactar la vida y lograr una mejor convivencia.
El Covid-19 ha sido una fuente para que se recurra a teorías y soluciones mágicas sin resultados palpables, pero también una vía para la reflexión sobre la ida de este mundo de mucha gente buena sin tener el derecho a un despido digno y fundamentado en el amor sincero para que esos seres queridos se vayan a la última morada como se merecen hombres y mujeres que vivieron llenos de vida y mucha sensibilidad.
El mundo se proyecta como un gran fantasma, donde los seres humanos han sido sacados o eclipsados de una presencia protagónica y estelar y que han tenido el privilegio de decidirlo prácticamente todo con defectos y virtudes, aciertos y errores, fracasos y éxitos.
La naturaleza se ha dejado sentir a través de otros seres vivos que también son victimas de la aplastante contaminación que ha impactado el planeta, donde se secan los ríos, se contamina todo el medioambiente porque las ansias de acumular grandes fortunas no se detiene y sobresale ante la agonía amenazante de la gente por una enfermedad que llegó de repente y que pretende no perdonar a nadie.
Es un enemigo que deja claro que su golpe demoledor no discrimina entre malos y buenos y que en consecuencia provoca un dolor y un sufrimiento imparable y de grandes alcances físicos y espirituales que busca dejar un recuerdo imperecedero para la raza humana.
El golpe es definitivamente muy demoledor con resultados catastróficos para los ricos y también para los pobres cuya recuperación se lleva un espacio de tiempo largo y doloroso como si se tratara de un adiestramiento para que prevalezca más el amor y la solidaridad, la reciprocidad y la hermandad entre los hombres y las mujeres, sin importar la localización de los conglomerados humanos.
No se sabe la duración en el tiempo del dolor y el sufrimiento de un monstruo que no tiene rostro, pero que está dotado de una fuerza que resiste todos los embates y que deja una secuela de aislamiento y de daños irrecuperables que prácticamente nadie podrá olvidar.
Pero se puede estar seguro de que vendrá un nuevo y hermoso amanecer que se observará a millones de kilómetros cuadrados y que la felicidad y la alegría serán mucho más inmensas y alcanzantes que los golpes recibidos y que los daños provocados, para cuyo regocijo se debe preparar todo el que haya sufrido el dolor causado por el fantasma que dilata la cicatrización de las grandes heridas provocadas.