Los catalanes de Francia viven con inquietud lo que sucede al otro lado de los Pirineos y aunque mayoritariamente son contrarios a la independencia, albergan un sentimiento de solidaridad y envidia por la forma en la que han mantenido una identidad que en el norte se ha diluido.
«El independentismo es minoritario en la Cataluña del norte», reconoce el responsable del partido «Oui au Pays Catalan», Jordi Vera, un conglomerado de movimientos que obtuvo 6.000 votos en las legislativas de junio.
Eso no quita que, en los últimos días, muchos habitantes de la región, el histórico Rosellón, tengan un sentimiento de solidaridad y preocupación que reconoce el propio alcalde de Perpiñán, la capital, Jean-Marc Pujol.
El diario L’Indépendant, el único local, dedica tres o cuatro páginas diarias al «procés», y la redacción local de France 3, la televisión pública regional, presta especial atención a lo que sucede en la Cataluña española.
«La gente lo vive como algo cercano, porque no dejan de ser catalanes, aunque nadie cree que eso pueda afectar directamente a sus vidas», asegura el director del Instituto Catalán Transfronterizo, Alá Baylac Ferrer.
«Los catalanes del norte abrazan las causas de los del sur casi por defecto, por solidaridad, pero también porque es el único reflejo de su identidad», indica el historiador Nicolas Berjuan.
Como otros especialistas, este estudioso de la causa catalana en Francia cree que, a diferencia de lo sucedido en España, el catalanismo galo «se diluyó por la potencia de un Estado fuerte que les daba más beneficios que problemas».
«En el siglo XIX, cuando se crean los Estados-nación, Francia era una potencia mundial y les proponía un proyecto que daba resultados concretos. España estaba en decadencia y los catalanes percibían el Estado central que se formaba como un freno», agrega.
La cultura catalana ha dejado una huella modesta. Las calles de las ciudades y los nombres de los pueblos están etiquetados en los dos idiomas, pero no se escucha en las calles. El número de alumnos inscritos en los colegios bilingües, aunque ha aumentado en los últimos años, sigue siendo residual.
«La única escuela que hay subsiste por la ayuda municipal. Si se le retirara esa subvención tendría que cerrar», señala Pujol.
Baylac lo achaca a «años de ataques del Estado francés a una lengua y a una identidad que no entraba en el concepto jacobino del Estado francés».
En su Instituto, hay unos 200 alumnos y aunque asegura que el 8 % de los niños aprende el catalán en la escuela reconoce que «la mayor parte de la población no se interesa por lo catalán».
La programación de televisión en catalán en «France 3» se reduce a 7 minutos los sábados y un programa cada tres semanas los domingos, mientras que en las ondas solo una emisora asociativa, «Radio Arrels», emite en esa lengua.
Incluso el rugby, que tradicionalmente era el deporte de los catalanes, ha perdido ese carácter con la llegada de jugadores extranjeros y dirigentes de otras zonas del país, como confiesa el exdirectivo del ASAP, el club de Perpiñán, Pierre Becque.
El idioma quedó como una lengua de campesinos que solo se hablaba en los pueblos pirenaicos, mientras que en la capital y las grandes ciudades aparecía como un idioma apestado.
«A mis abuelos les daba vergüenza hablar catalán», asegura el alcalde de Fourques, Jean-Luc Pujol, un pequeño municipio de 1.200 habitantes, mayoritariamente vinícola del pre-pirineo.
En los últimos años, señala el regidor, «la cultura catalana ha resurgido como un factor de reivindicación de lo local, como una forma de hacer entender a París que esto también existe».
Un movimiento que tuvo como catalizador la oposición que causó que el nombre de Rosellón desapareciera de la denominación de la región el año pasado tras la última recomposición territorial.
Curiosamente, asegura el alcalde de Fourques, «es una reacción contra el centralismo de París, pero no contra Francia».
Pujol afirma que él y muchos de sus colegas estarían dispuestos a manifestarse si el Gobierno español arrestara a un alcalde catalán del sur que quitara la bandera española de la fachada de su Ayuntamiento, pero no lo harían si un regidor galo arrancara la francesa.
«La bandera francesa no se toca. Nadie aquí entendería que se quitara», afirma.