Desde prácticamente el inicio del Gobierno de Donald Trump se inició una investigación muy profunda de los vínculos de su administración con Rusia, tras lo cual se han desencadenado una serie de hechos que comprometen la credibilidad del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
Sin embargo, el asunto ha tomado nuevos bríos tras el presidente Trump cancelar de muy mala manera al jefe del Buró Federal de Investigaciones (FBI), quien incluso, siempre de acuerdo a una entrevista concedida por el mandatario estadounidense, le garantizó que no era investigado sobre la llamada trama rusa.
La cancelación del jefe del FBI prácticamente ha radicalizado las posiciones de una serie de legisladores, incluidos republicanos, que piden la designación de un fiscal especial para investigar los vínculos del equipo de Trump con el Gobierno ruso.
La crisis creada con el tema ha encendido las alarmas porque horas después de la cancelación del jefe del FBI, el presidente Trump se ha reunido con el secretario de Relaciones Exteriores de Rusia y con el embajador de este país en Washington, una importante figura del escándalo, el cual tiene que ver con espiar correos electrónicos de la candidata Hillary Clinton.
Todo el embrollo hace que en Washington, capital histórica y política de los Estados Unidos, se sientan alientos del caso Watergate y del Iran-Contra, cuyas consecuencias podrían por lo menos desencadenar el enjuiciamiento por parte del Congreso del presidente Trump.
No obstante, la conducta del presidente de los Estados Unidos hace pensar a cualquiera e incluso dudar de la fortaleza institucional de la principal potencia del mundo, que incluso la proyecta como el imperio todo poderoso.
La llegada de Trump hace dudar de la solidez institucional de los Estados Unidos porque ya debió producirse una reacción mucho más contundente de los órganos del Estado norteamericano, como el Senado o la Cámara de Representantes, ya que el proceder del mandatario lo define como un dictador al estilo de los que prevalecieron en las décadas de los setenta y los ochenta en una cantidad determinada de países del tercer mundo.
Que nadie tenga dudas de que la administración Trump constituye un retroceso para los Estados Unidos que la proyecta como una nación que reculó del primer al tercer mundo.
Tanto es así, que los Estados Unidos prácticamente quedan desautorizados para hablar de democracia y de carencia institucional en aquellos países que están bajo su influencia geopolítica y al propio tiempo le quita moral para supervisar a otros.
Donald Trump ha sometido a los Estados Unidos a una situación que desde cualquier perspectiva y de la propia realidad es negadora de todos los procedimientos que deben darse en el marco de los llamados valores democráticos y al propio tiempo deja una gran incertidumbre sobre los análisis sociológicos de muchos expertos sobre el Estado y la sociedad norteamericana.
Pero todo sigue su agitado curso.