Para aquellas legiones de hombres y mujeres que carecieron de trabajo, de seguridades económicas y sociales desde la misma fundación de la República, imposibilitados por años de enviar a sus hijos a escuelas seguras y decentes, y a quienes vieron morir por décadas cuando enfermaban por los pésimos servicios públicos de salud, la democracia es todavía una palabra hueca; vacía, sin sentido. Engañarnos creyendo que es incierto nos haría caer en el error imperdonable de perpetuar una situación a la que podríamos en cambio dar remedio a mediano o largo plazos.
La tarea fundamental de los líderes nacionales que creen en la democracia como un sistema viable capaz de garantizar el bienestar general de la sociedad, debería ser la de atacar con decisión y energía los infernales y angustiosos grados de pobreza que corroen sus cimientos. Y esto solo podrá alcanzarse con un gran acuerdo nacional que se alce por encima de las grandes diferencias que nos colocan en aceras distintas. Porque además esos niveles de pobreza constituyen una afrenta y una verdadera tragedia que ofende y llena de vergüenza a la República. La cuestión es ¿Qué compromiso puede ligar a una persona con un sistema que no le protege socialmente?