AFP
En cuclillas cerca del refugio que comparte con sus padres y sus cinco hermanos, Fanfan Édouard afila lentamente su machete: no hay urgencia en cortar madera para hacer fuego pues la familia no tiene nada que poner en la olla. “Voy a tratar de comprar arroz a crédito y encontrar trabajo, lo que sea, para pagar mañana”, explica sin demasiada convicción este joven de 26 años.
Desde que el huracán Matthew destruyera sus dos pequeñas viviendas en octubre, la familia Édouard sobrevive en algunos metros cuadrados, pero las chapas agujereadas no protegen en absoluto las dos camas que comparten: cuando llueve, pasan sus noches en una gruta situada a pocos metros. “No estamos cómodos, estamos apretujados aquí, pero es una suerte que tengamos este espacio para estar secos”, cuenta Marguerite, la madre.
“Acostumbrados a la miseria”
Tener una gruta como refugio no es la primera preocupación del centenar de personas que vive en Fond Rouge, cerca de Jérémie, capital del departamento de Grande Anse, al sureste de Haití. Aislados y a dos horas de caminata de la ciudad, estas familias de pequeños agricultores que perdieron sus cosechas solo han recibido ayuda una vez en seis meses.
Sobreviviendo con infusiones de hierbas silvestres y pan, todos tienen hambre. “Somos haitianos, estamos acostumbrados a la miseria”, afirma Joachim Agelot. “Estaba en el último año y mira lo que es ahora mi vida: no puedo ir más a la escuela, perdí dos hermanas en el huracán. He perdido la sensatez”, se lamenta este joven de 22 años.
En la ciudad donde hay reuniones regulares de ONG y agencias de la ONU, las condiciones de vida de las víctimas del huracán no son mucho mejores.
En la playa de Jérémie, unos 15 hombres se esfuerzan en extraer una red casi vacía. “Todos hemos perdido nuestros barcos, solo pescamos aquí”, se lamenta Astrid Guerrier. “Sólo hay pequeños peces. Sabemos que es peligroso porque no tienen tiempo de reproducirse y, después habrá menos peces, pero no tenemos alternativa: es lo que hay para comer”, asegura.