Opinión

El mundo que quedó atrás

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En los duros años de escasez familiar, de los que quedan gratos recuerdos de escenas filiales de adolescencia desordenadamente guardados en un apartado rincón de la memoria, surgió en aquella pequeña casa de la calle Fabio Fiallo la necesidad de racionarlo todo. Eran tiempos, sin embargo, en que las cosas parecían más fáciles. No existían las comodidades de la televisión por cable ni las facilidades de las llamadas internacionales por discado directo. A pesar de ello, la vida poseía sus encantos.

El racionamiento comenzaba en casa con el atuendo para la escuela y terminaba en la noche con la magra ración para la cena, en la que cinco centavos de salchichón, comprado en el colmado de Nando, en la esquina, alcanzaban para papá, mamá, mis cinco hermanos y yo.

Tilo, apodo del que ahora es médico y ejerce en Estados Unidos, y segundo en edad, sentía ya para esa época la necesidad de hacerse sentir entre sus compañeros. Era la vanidad propia del muchacho de una familia de clase media que de una relativa y cómoda prosperidad, por un golpe adverso del destino, con la fuerza de un relámpago había sido sumida en la precariedad, rodeada de escasez y dignidad.

La mayor parte de las pequeñas riñas familiares sobrevenían cuando ese hermano, que solía ponerse las camisas de mi padre, negaba a Luis, el mayor, el derecho a usar las suyas.

De esa época difícil me quedó la inclinación de reparar los trajes, cuando unas cuantas libras de menos o de más llegaban a hacerlos inútiles en el guardarropas. La peculiar costumbre pareció transmitirse a otra generación familiar.

Tan pronto como el convencimiento de la pubertad hizo a mi hija Lara ruborizarse de sus propias dotes, le nació la fascinación por parecerse a su madre. Fue el período en que adquirió la inclinación a ponerse los vestidos de ésta, sólo por la mera satisfacción de hacerlo.

Yo podía ver, en medio del pequeño gesto de protesta e indignación de la madre un profundo brillo de alegría en su expresión, como si nada le enorgulleciera tanto como el que su hija le despojara temporalmente de una prenda. Expresión que pude ver en los ojos de mi hijo, días después cuando al prepararse para el colegio, Miguel que entonces cumplía ya 15 años, decidió ponerse un poloshirt mío sin ningún rasgo de rubor. Nunca me pareció tan cerca y al estrechar su mano grande y fuerte de adolescente sentí como si el correr de su sangre fluyera realmente por mis venas.

Y como el día en que su madre descubrió con un grito, mezcla de asombro y alegría, su primer pelo de barba sobre el mentón, encontré de nuevo tema ese día para un artículo.

Artículo publicado originalmente en el periódico El Caribe

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