Por Narciso Isa Conde
La sociedad dominicana asiste en estos momentos a la revelación de uno de los casos de corrupción más estruendosos, sea por su magnitud, por los detalles de la revelación, o ambas cosas: Medusa.
En un país donde la corrupción es ancestral e institucionalizada, surgen entonces las apuestas de si al final se hará justicia o no.
Los optimistas consideran que el país asiste a un momento de ruptura con el pasado corrupto, precedido por Marcha Verde y continuado por el Ministerio Público independiente que designó el presidente Luis Abinader.
Los pesimistas consideran que, igual que antes, al final, el caso se diluirá por más estruendoso que suene ahora.
No puedo atribuir aquí ganancia de causa a los optimistas ni a los pesimistas porque, al momento, son apuestas de futuro incierto.
Mi objetivo al abordar este tema es señalar el desafío que impone al sistema político la persecución de la corrupción.
El sistema político dominicano de los últimos 40 años se ha caracterizado por la relativa estabilidad fundamentada, sobre todo, en estos factores: 1) crecimiento económico, 2) expulsión de población vía migración, 3) un extenso sistema clientelar (corrupción incluida), y 4) partidos políticos relativamente fuertes, en gran medida por ese sistema clientelar y corrupto (vaya paradoja).
El crecimiento económico ha permitido generar riqueza. La mala distribución de esa riqueza ha provocado la migración de muchos dominicanos al exterior, válvula de escape que quita presión al sistema político. El clientelismo ha sido un redistribuidor inequitativo de la riqueza desde el Estado, y la corrupción ha sido la expresión más perversa del sistema clientelar.
Esto significa que la corrupción ha sido parte integral del funcionamiento del sistema económico y político en la República Dominicana. Es una forma mediante la cual el empresariado rentista gesta riqueza, y que muchos políticos financian su proselitismo y acumulan también riqueza.
Enfrentar la corrupción tiene un importante componente judicial: el Ministerio Público la persigue y solo los jueces pueden establecer culpabilidades y sanciones.
Pero al ser un componente importante de la economía y la política dominicana, la corrupción adquiere un poder en sí misma que sobrepasa la intervención judicial. Por cada corrupto identificado hay muchos que escapan a la justicia completamente si nunca fueron sometidos, o parcialmente si fueron sometidos pero liberados.
El caso Medusa presentado por el Ministerio Público es particularmente ilustrativo de las complejas redes de corrupción que se articulan en el Estado dominicano, independientemente de lo que ocurra judicialmente con ese sometimiento; ya sea que ganen las opuestas optimistas o pesimistas.
El pueblo, sobre todo en las redes, participa del espectáculo mediático de las revelaciones, aunque al final, será la calidad de las pruebas y la probidad de los jueces que determinarán la adecuada aplicación de la justicia.
El gran desafío de la lucha anticorrupción en los países del capitalismo subdesarrollado, como la República Dominicana, es que no se diluya en espectáculo o en selectividad porque el problema es profundo y extenso, y que no termine generando mayor insatisfacción política de la que ya había.