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Haití.— Watson Saint Fleur tiene 12 años, pero nunca ha ido a la escuela. Ha crecido haciendo tareas domésticas y vendiendo bolsas de plástico con agua potable en las calles de la ciudad, en medio del ruido de motocicletas y camiones.
Es uno de los “restaveks” de Haití, un término para describir a los hijos de parejas pobres, que los entregan a otros con la esperanza de que tengan oportunidades de escapar a una vida sin opciones o al menos consigan más comida. Es una práctica muy arraigada en Haití, donde a menudo las familias tienen muchos hijos a pesar de la pobreza extrema.
Para muchos, esa vida mejor nunca llega. Se ven explotados como sirvientes en hogares ligeramente más prósperos que los suyos, trabajan largas jornadas a cambio de comida y un sitio para dormir en el suelo de una choza. Algunos sufrenpalizas habituales, se ven privados de una educación y son víctimas de abusos sexuales. Y su número ha ido creciendo de forma drástica, ante la expansión de las barriadas marginales urbanas y el agravamiento de la pobreza en zonas rurales.
Varios estudios señalan que la población de menores empleados domésticos subió de unos 172.000 en 2002 a unos 286.000 en 2014, cuatro años después de que un terremoto allanara buena parte de Puerto Príncipe y las zonas circundantes, matando hasta a 300.000 personas y dejando a 1,5 millones de personas sin hogar.
Ahora, defensores de la infancia en el país más pobre del hemisferio occidental se preparan para otro aumento en el número de jóvenes como Watson, empujados a una servidumbre sin sueldo.
El gobierno del presidente Donald Trump en Estados Unidos estudia suspender un programa humanitario que ha protegido a casi 60.000 haitianos de la deportación desde el terremoto, un “estado temporal de protección” basado en la suposición de que su país de origen no podía gestionar su llegada tras el sismo. Si no se amplía el programa, conocido por sus siglas en inglés TPS, las deportaciones a Haití podrían comenzar en enero.
Una deportación masiva de esa clase acabaría con las remesas con las que comen muchas familias haitianas, en un país donde la pobreza severa es la principal impulsora de la práctica de los restavek.
“No hay duda de que el fin del TPS creará muchos más restaveks”, dijo Gertrude Sejour, una destacada activista de defensa de la infancia en Haití.
Cada mañana, Watson se despierta en su sitio en el suelo para limpiar la casa de su empleadora, una lavandera, antes de salir a la calle para vender bolsas con agua. Recibe porciones más pequeñas para comer. Baña al hijo de siete años de la mujer para prepararlo para la escuela local, a la que él nunca ha ido. Prepara fiestas de cumpleaños para los dos hijos de la mujer, pero él nunca ha tenido una fiesta.
No tiene claros los detalles de cómo terminó en esa casa, y sólo sabe que su madre murió en su localidad natal, Petit Goave. Nunca conoció a su padre.
“Cuando me pega, dice: ‘Tu madre murió, ¿por qué no te mueres tú también?’”, dijo Watson ante la Fundación Maurice Sixto, donde activistas defensores de la infancia trabajan con los servicios sociales del gobierno para trasladarle a una vivienda comunitaria para chicos vulnerables.
Investigadores sociales en Haití señalan que la costumbre cultural de los niños sirvientes es compleja, aunque a menudo se la critica como una forma de esclavitud moderna. Un estudio de 2015 financiado en parte por UNICEF determinó que aproximadamente el 25% de los menores haitianos entre 5 y 17 años no vive con sus padres, aunque la mayoría viven con parientes y no todos son empleados domésticos.
Se calcula que 30.000 niños viven en centros residenciales en Haití. Aunque a menudo se los describe como “huérfanos”, la inmensa mayoría de ellos tienen al menos un progenitor vivo y han sido asignados a centros, a menudo mal gestionados, porque sus familias no pueden mantenerlos o pagar su educación, según defensores del bienestar de los niños.
“En algunas regiones del país incluso se considera un honor enviar a los hijos a la ciudad”, explicó Mariana Rendon, agente de protección de la oficina en Haití de la Organización Internacional para las Migraciones.
Glenn Smucker, un antropólogo cultural conocido por su extenso trabajo sobre Haití, dijo que los niños que se alojan con personas que no son sus padres son más vulnerables al abuso y a cargas de trabajo más intensas, pero que reciben tratos muy dispares.
“La antigua práctica de enviar a un niño fuera del hogar por lo general incluye el entendimiento de que el hogar que lo recibe enviará al niño a la escuela a cambio de que haga tareas domésticas, en un contexto social y cultural en el que se espera que los niños trabajen tanto si viven en casa como con otras personas”, dijo Smucker.
Para algunos niños, el arreglo funciona. Se les trata bien, a menudo viven con familia lejana y sus cuidadores pagan sus cuotas escolares.
Diana Petit Homme es la segunda más pequeña de siete hermanos. Su madre, que tenía problemas para mantenerlos, la envió hace cuatro años a Puerto Príncipe desde la localidad norteña de Cap-Haitien. La joven de 14 años asiste ahora a una escuela católica y sueña con convertirse en enfermera.
“Sé que mi madre no tiene la capacidad de cuidar de mí”, dijo Diana con certeza.
Pero muchos de los jóvenes se ven invadidos por la confusión, la tristeza y la ira cuando piensan en sus padres.
Hace aproximadamente un año, la madre de Dafnee Beauge la dejó con un extraño en una choza de dos habitaciones y dijo que se iba a la vecina República Dominicana para ganar dinero. La niña, de 12 años, no ha vuelto a saber de ella.
Dafnee sueña con poder comunicarse por arte de magia con su madre ausente, y suplicarle que vaya a por ella.
Aunque los menores son muy vulnerables a cuidadores abusivos, eso se considera un riesgo aceptable en muchas familias, en un país donde 2,5 millones de personas viven bajo la línea de la pobreza extrema, fijada en el país en 1,23 dólares al día.
Las autoridades dicen que la reintegración de los chicos restavek con progenitores biológicos ha tenido un éxito muy limitado. La vulnerabilidad que provocó el traslado del menor en un principio, la escasez de comida y la falta de dinero para costear la escuela suelen persistir.
“Un padre dirá: ‘No podemos acogerle de regreso, deje al niño donde está’”, señaló Diem Pierre, portavoz del Instituto de Investigación y Bienestar Social, la agencia de servicios sociales del gobierno.
Está claro que el trabajo infantil abusivo sólo perpetúa un ciclo infinito de analfabetismo y pobreza.
Stephanie Daniel, de 20 años, pasó su infancia en la choza de una extraña en Carrefour y ahora lucha por salir adelante tras años de aislamiento y abusos. Cuando su empleadora descubrió que se había quedado embarazada con 14 años tras una violación delante de una iglesia, la mujer echó a Stephanie.
La joven entregó el bebé a una amiga. Al no haber recibido afecto ella misma, tuvo problemas para conectar con el niño. “A él no le gustaba yo, de modo que lo di”, dijo.