Periodismo Interpretativo

Medios de comunicación y violencia de genero en República Dominicana

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En el bíblico libro de Job, del Antiguo Testamento, el más místico y literario de la Biblia, (Job es a partir de ahí un signo y una metáfora de la paciencia y la resignación ante los designios del cielo) se narra que cuando el Diablo le comunicó a Dios que iba a tentar a este su hijo que El apreciaba sobremanera por su fidelidad y dedicación a adorarle, el Señor lo autorizó no sin advertirle:  “pero no lo mates”.

La lección, entre otras, de esta narración en el libro sagrado de los cristianos es la siguiente: Ni siquiera ese ser espectral, al que se atribuye enorme poder y que fuera señalado en la misma Biblia como “príncipe de las tinieblas” está autorizado  per sé, por el cielo, a provocar la muerte de un ser humano.

Ese primitivismo es, sin embargo, por fuerza de los hechos, moneda común entre los dominicanos. La gente se une para procrear, para ser feliz, para afrontar juntos los peligros del mundo y para envejecer dignamente no a través de batallas incapaces de generar el más mínimo gesto de heroísmo, salvo aquél que juzga sagrado el cuerpo femenino e intocable sus fundamentos  materiales y espirituales.

El derecho propio a pertenecer al mundo hasta la extinción por vía de los procesos biológicos normales y de conservar la integridad física y psicológica, entra dentro de los llamados “derechos naturales”.

Es previsible que el gravísimo desorden conductual y la inmensa cobardía y trastorno secuencial que suscita una muerte y el luto y dolor inenarrables a una familia va a continuar por mucho tiempo en la República Dominicana porque, sencillamente, se mantienen vigentes las condiciones de inestabilidad hogareña que así lo deciden.

Todo ejercicio consciente, planificado, de cierta la violencia de un ser humano contra otro  tiende a inflingir daño, obviamente intencional,  en su formulación e incomensurable en sus consecuencias terribles.

Todo crimen reclama autorías, alguna “ganancia” y ciertas e íntimas responsabilidades ulteriores.

Los efectos se agravan si el victimario tiene una fuerza superior a su Víctima. Toda muerte que afecta a una mujer, el ser sensible por naturaleza y regenerador por excelencia, es un atentado, no exento de implicaciones terribles, contra toda la raza humana que nos deshereda  y nos mata en algo a todos.

El absoluto de la muerte tiende, en estas condiciones, un abismo profundo entre lo aceptable-la relación óptima-y aquello que por sus signos violentos provoca trastornos y confusión de sus deudos, más si son inocentes, como suele ocurrir.

Es este-la muerte de una madre de familia, por ejemplo-un daño irreparable y una tragedia insólita, vocablo que todavía no abarca la catástrofe personal que signa ese desenlace fatal en su contra y en contra de los suyos.

A partir de la escena cruel, en esa traumática acción contra inocentes que afecta psicológicamente aún a mayores de edad, sobreviene el desamparo y la no menos vulnerable sucesión de crisis personales que deja toda acción criminal.

Esos cientos de fallecimientos trágicos que denota la prensa cada año en su oscuro balance son perfectamente evitables pero esa evitabilidad va a depender de actitudes humanas armónicas, del cumplimiento de compromisos ineludibles, de aprecio a la vida, de enjuiciamiento correcto de la realidad, de confianza mutua. Cuando estos factores desaparecen, cuando no hay amor, surgen primero los conatos y después el enorme y ominoso fuego que lo abrasa todo hasta terminar en el malogro de lo que pudo haber cursado mejores momentos.

Nadie se repone completamente del trauma de la muerte brusca de una ser querido y menos aún de una madre.

La grotesca relación de victimaciones cuyo pesaroso recuento abruma el espacio de esos medios se halla muy por debajo de la conducta de la peor de las fieras que hiere y mata por un imperativo de sobrevivencia, sin capacidad para meditar sus consecuencias.

Los humanos sí conocen las implicaciones legales, éticas y psicológicas cuando suele suceder el maltrato alevoso, casi siempre a posteriori, pero no siempre meditan lo suficiente, las derivaciones directas de sus hechos de sangre.

 Incluso en la era de las cavernas el Homo erectus se veía compelido a respetar a su pareja, conocedor de lo escasa que era su población y de la función  decisiva que ésta tenía en la estabilidad del núcleo familiar.

 El de la mujer no es un género sino, dada su trascendencia vital, un género de géneros.

 Cada feminicidio es una caída, cada ser que desaparece a partir de “celos”, “sospechas”, rencores u otras impertinencias, es un hueco rotundo en la conciencia, ya herida de otras agresiones intolerables, de los dominicanos y las dominicanas.

 Toda muerte en esas condiciones disminuye a todo ser humano.

 Ese sino fatal suele extenderse hacia fronteras que terminan en el horror del que alguna vez fuera llamado, con insistencia, sobre todo por la crónica policial corriente, “crimen pasional.”

Nunca hubo tal “crimen pasional” sino monstruosidad agresiva.

Es este un facilismo destinado a encasillar por vía “institucional” un hecho altamente condenable para cuyo laberinto tétrico no se ha encontrado salida fácil ni recursos  humanos factibles.

Ese clisé fue a tiempo sustituido-su uso común se tornó incómodo y hasta vulgar- por el de “feminicidio”, más acorde a una realidad que si bien no ha cambiado para nada la forma de matar y de morir, ha contextualizado y actualizado la manera de  designar una ocurrencia intolerable por su secuencialidad e inaceptable por sus consecuencias inmediatas.

 Esa conducta en la que el hombre casi siempre lleva las de ganar- si se puede considerar ganancia el hecho horrible-y que comienza por roces en principio leves y va tomando intensidad hasta hacerse crítico, muestra la cada vez más difícil capacidad de diálogo entre parejas a la que contribuye la cada vez más lejana instrucción escolar que prepara para una vida más armónica y un comportamiento más civilizado.

 Comportamiento civilizado capaz de amortiguar los episodios contradictorios que casi siempre ocurren entre personas que tienen la obligación de verse a diario y de compartir sentimientos mutuos.

Más grave aún que la agresión, en muchos casos mortal, es la que ejerce una persona con una fuerza superior, armada, por lo general y en condiciones de acechanza, como se ha hecho habitual en laRepública Dominicana en los casos de feminicidio y suicidio, la más reciente versión múltiple de este tipo de conducta demencial que tiene en vilo al pueblo consciente de sus implicaciones.

Se trata de la historia infinita.

La violencia de género es en nuestros días, con sus estragos imbatibles, una práctica que debe recibir sino la que más una de las atenciones más reflexivas de las mentes más lúcidas a fin de contribuir decididamente a hacerla cada vez menos significativa, conscientes todos de que no se va a erradicar en términos de días e incluso de años.

No hay un método seguro para parar esta ola siniestra que llega a avergonzar en muchos su pertenencia al género humano.

Aquellos que se persiste  en llamar “animales irracionales” son bastante más considerados con su pareja, si se exceptúa a cierta especie de araña, la mantis sagrada que, dominada por una ley que ella no elaboró ni tiene por qué explicarla, se engulle al macho, según la ciencia, después de copular con él.

Los titulares periodísticos han agotado todas las posibilidades, todas las variaciones léxicas para referirse al mismo patrón de  conducta homicida.

El fenómeno está tan generalizado y los actores tan focalizados (casi siempre ubicados en los ámbitos de la extrema pobreza que han creado todo un síndrome, una linealidad discursiva, un proceso cuyos ingredientes se cuecen prácticamente cada día en hogares fragmentados psíquica y socialmente bajo premisas que no descartan lo económico y en una atmósfera  de tensión que tiende al enturbiamiento de las relaciones normales entre individuos normales.

Esas hermosas letras de la nueva trova de los años setenta del siglo pasado que invitaban al hombre a recordar que la mujer es tu hermana, que no es un objeto cualquiera ni un artículo de cama, no hacen justicia a la idea del macho alfa dominicano, agresivo, posesivo y altamente dominante.

Las mujeres organizadas que se han echado sobre sus hombros la responsabilidad de denunciar esta secuela de una violencia monstruosa que desestabiliza y puebla de traumas un nuevo hogar cada día están más que justamente escandalizadas por esta interminable saga siniestra y cruel que arrebata la vida a una jefa de hogar, una madre.

Un ser amado único e insustituible que merece otro destino y trato y que merece más que la oportunidad de vivir sin que nadie, absolutamente nadie, tenga el derecho de arrebatárselo.

 Las marchas feministas en fechas conmemorativas, los pronunciamientos dolidos, las rogativas persistentes, los análisis puntuales de los profesionales de la conducta, las terapias de pareja, que desgraciadamente no cubren a las mayorías de afectados por relaciones difíciles, podrían tener un efecto de cierta consistencia y sobre el grave dilema de la violencia, como muestra la realidad actual.

El problema, hay que insistir es profundo y se enraíza incluso últimamente en no contados casos, en competencias más intricadas.

Hay una teoría reciente de que los hombres se sienten cada vez más “marginados” por las conquistas profesionales de las mujeres.

En unos casos, esa realidad se concretiza en la dedicación de éstas a los estudios superiores en una proporción que no tiene precedentes.

Y han conquistado posiciones de poder que no era que no podían ejercerlas sino que no habían tenido la oportunidad para ello en un mundo diseñado para la preeminencia masculina.

Esa, que es una conquista social válida en la mujer, es consecuencia de ojeriza en hombres apegados a líneas tradicionalistas y conservadoras de carácter machista. Pero la historia, aunque contiene menos saltos  que sobresaltos, no retrocede tanto, guiada por la circularidad del tiempo,  que no permita comprender la evolución de los procesos humanos.

Y el papel relevante de la mujer es de más en más un hecho cumplido que hace justicia a su entrega a causas nobles.

 Ahora, en el rol de comunicadoras tienen un bien ganado sitial y esa realidad les permite incluir en la agenda diaria los sucesos que afectan a las de su género. Aunque todavía esta escala es simbólica, puesto que todavía no pueden evitar los desenlaces trágicos del feminicidio, sus peldaños no son despreciables y conducen arriba, a la visión progresiva de los problemas y a su aireación más equilibrada lo que permite al menos un diseño de estrategias anti violencia más acordes al devenir actual.

Pero, dado que por su extensión, reducida a núcleos precisos de la sociedad y que no cubren las capas sociales más bajas y menos ilustradas de la población que sirven de escenario a ese bochorno incomensurable, a esa notoria brutalidad, no muestran condiciones de factibilidad para revertir ese perturbador baño de sangre que no debiera tener razón de ser.

Pertinente y necesario se hace confesar que si bien los medios de comunicación tienen un rol importante en la educación, en la formación masiva destinada a atenuar esta crisis-porque es una gran crisis y reflejo de otras no menos graves- ellos no pueden quitar de las manos del criminal en potencia el arma homicida. A pesar de las limitaciones que tiene el periodismo para contribuir a solucionar un problema cultural, antropológico, complejo incluso, su rol sigue unas coordenadas necesarias, cualitativamente útiles por cuanto informan habitualmente del sino trágico que sigue esta permanente amenaza contra la mujer y cuya concreción en hechos luctuosos hasta humilla a los mecanismos que tiene la sociedad para evitar su presencia creciente en el lugar más inesperado de cualquier hogar dominicano.

No es que no haya conflictos hogareños entre las clases medias y altas pero ahí se mantienen vigentes ciertos mecanismos persuasivos e incluso disuasivos para desviar o amortiguar los problemas más graves de modo que no lleguen a lo peor.

El respeto que se debe sentir por la mujer es proporcional al que se siente por toda obra de la naturaleza y más aún si se trata de un ser altamente desarrollado que cumple roles imprescindibles en todo ordenamiento jurídico, social, político, económico. Ahí no hay necesidad de mayores disquisiciones.

Es este, el de su sobrevivencia, un derecho completamente inalienable.

 

 

 

 

 

 

       

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