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Nueva York, historia de dos pandemias

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El coronavirus se ceba en los barrios obreros de la ciudad, epicentro de esta y tantas crisis. El confinamiento apaga la identidad de este trozo adorado de América y exalta la brecha social

Las calles del Soho son como el decorado de una serie de televisión que ya ha terminado, tan bonitas y vacías, que parecen irreales. Wall Street, un sepulcro. A Nueva York no se la calla ni debajo del agua, ni de la nieve, ni siquiera azotada por un buen ciclón, porque siempre hay un loco que lo desafía, o un bar que sirve chupitos a su nombre; o porque el propio fenómeno retumba entre los edificios, reclamando su sitio. Es más fácil describir un ruido que el silencio, sobre todo en un lugar que le es tan ajeno. Quién imagina oír sus propios pasos a las cuatro de la tarde en Times Square; que le dé las buenas tardes otro peatón, como si se lo topase paseando por el monte, o por el pueblo. Cómo explicar que dé tanto miedo andar por el West Village por la noche, sin un solo local abierto, con los guapos y las guapas desaparecidos, los neones apagados y el sonido de la respiración a través de la mascarilla como única compañía. Quién piensa en Broadway sin teatro, en la Quinta Avenida sin compras, en Manhattan sin turistas.

“Nunca concebí así Nueva York, nunca; llegué en aquella crisis de 2008, la gente perdía la casa y los trabajos, pero nunca he visto esto. Aquí todo es correr, todo es barullo, y ahora da mucha tristeza; también asusta, salir sin gente asusta porque cuando hay mucha gente, siempre alguien te puede ayudar”, explica Diego Martín-Téllez, un mexicano de 31 años, encargado de uno de los escasos locales de almuerzos y cafés que permanecen abiertos, cerca de la entrada sur de Central Park.

Él, sin embargo, sigue corriendo. Se levanta a las tres de la madrugada para tomar el metro en Astoria, uno de los barrios más conocidos del distrito de Queens, y tener el local en marcha sobre las 5.30. Cuando empezó el confinamiento, de un día para otro, despidieron a ocho empleados y quedaron Diego y otro chico. Les sobra y les basta. Los hoteles aún abiertos en la zona, varios cuatro estrellas de precios astronómicos, ofrecen ahora habitación por menos de la mitad de precio, pero apenas duermen allí más que las cuadrillas de enfermeros que han llegado de todas partes.

El Soho de Nueva York, casi desierto, este viernes, 3 de abril. EDUARDO MUÑOZ

La pandemia de coronavirus se está ensañando con Nueva York, epicentro de tantas cosas en Estados Unidos, y también de este virus atroz. El paciente cero de la ciudad se detectó el 1 de marzo y este viernes se superaban los 1.800 muertos y los 57.159 contagios confirmados, casi el doble que la semana pasada, uno de cada cuatro en todo el país. Las tragedias forman parte del ADN de la ciudad más poblada del país. La quemaron un par de veces durante la Revolución, la atacaron con dureza durante la Guerra Civil y fue la cuna de la Gran Depresión; también ha sido víctima del 11-S y de un buen número de desastres naturales. Pero esta ha atacado singularmente su identidad: el barullo, la multitud, los apretones, un estilo de vida callejero exótico para buena parte de los estadounidenses y un caldo de cultivo idóneo para los contagios.

También el metro, adorado como un fetiche por artistas y viajeros de todo el mundo, ha perdido el espíritu. En una ciudad tan brutalmente desigual como Nueva York, es el único lugar donde las fronteras sociales se evaporan, donde viajan tanto los que dirigen las oficinas como los que las limpian. Al salir a la superficie, cada uno enfila a su departamento de la vida, el de negociar fusiones y adquisiciones, el de enseñar idiomas o el de fregar platos, pero allí abajo todos conviven con los mismos retrasos y la misma mugre.

No es así estos días. Los vagones se han quedado sin los turistas y los profesionales recluidos en el teletrabajo, así que prácticamente solo lo usan los sin techo y los trabajadores como Diego, que este jueves a las siete de la tarde, después de 15 horas de jornada, se monta en un vagón de regreso a Astoria, tapado con un pañuelo como si fuera el forajido de una película del oeste.

Los datos de contagios por distrito, hechos públicos este miércoles por el Departamento de Salud de la ciudad, muestran cómo el virus está golpeando con más dureza a las zonas más humildes. Ese día había alrededor de 616 casos confirmados por cada 100.000 habitantes en Queens y 584 en el Bronx, frente a los 376 de Manhattan. Y dentro de Queens, hay un par de códigos postales malditos, el 11.368, que cubre un área llamada Corona —sí, se llama así—, y el 11.370, Elmhurst Este, con menor número absoluto, pero mayor incidencia (12 por cada 1.000). El ingreso medio se esos hogares se sitúa en los 48.000 dólares, frente a los 60.000 de media en el conjunto de la ciudad, según los datos del censo.

Varios factores pueden pesar en la diferente incidencia, como el número de pruebas que se realiza, aunque la doctora Jessica Justman, epidemióloga y especialista en enfermedades infecciosas del centro ICAP en Columbia, destaca el factor sociológico. “Tiene sentido que las zonas de clase trabajadora sufran más exposición el virus, sus puestos en servicios esenciales, comercios, etcétera, no han cerrado, como le ocurre también al personal sanitario, y se mueven más; también suelen compartir vivienda con más frecuencia”, apunta.

En esta zona cero de Queens se erige el hospital Elmhurst, el más castigado por la pandemia, el que el presidente Donald Trump citó el domingo para explicar su cambio de opinión y la necesidad de prolongar el confinamiento. “He visto cosas que no había visto nunca, hay cuerpos en bolsas en todas partes, en los pasillos, los meten en camiones frigoríficos porque no pueden gestionar tantos cadáveres. Y está pasando en Queens, en mi comunidad”, dijo desde la Casa Blanca.

Este jueves a la una de la tarde la enfermera Cynthia Scott, llegada de Minneapolis para echar una mano, lo pinta tenebroso. Sentada a la puerta del centro durante su pausa del almuerzo, cuenta que las infraestructuras del centro son “tan pobres que complica aún más la tarea, no hay suficientes respiradores, se están empezando a tomar decisiones sobre a qué pacientes hay que dejar marchar”.

Dos jóvenes se hacen una foto cerca del hospital de campaña levantado en Central Park, en Nueva York. EDUARDO MUÑOZ

Un imponente buque hospital del Ejército ha atracado en la ciudad, se han levantado otros provisionales en el recinto de ferias Javits, el complejo de tenis Billie Jean y hasta en Central Park. Y 45 morgues móviles. Pero faltan materiales. El martes, el gobernador del Estado, Andrew Cuomo, advirtió de que, al ritmo de nuevos pacientes hospitalizados, solo quedaban respiradores para seis días. Una de las imágenes más gráficas de esta crisis se vio la semana pasada, cuando Bill de Blasio, el alcalde de la ciudad imperial, con una ristra de centros punteros en investigación médica, fue a recoger en persona 250.000 mascarillas donadas a la sede de Naciones Unidas.

Jaqueline Morelo, que atiende en una tienda de ortopedia y otros productos paramédicos frente al Elmhurst, lleva semanas viendo esta carestía venir. “En enero vendíamos una caja de 50 mascarillas quirúrgicas a 30 dólares; ahora, cada unidad son tres dólares, pero es el propio proveedor quien lo subió igual”, apunta la joven de 22 años.

Los padres de Jaqueline acaban de quedarse sin empleo a la vez. A él le cerró el restaurante en el que trabajaba y a ella, la lavandería. Ese es un quebradero de cabeza para Anna Soles, que este miércoles anda por el barrio, sin máscara ni guantes, buscando algún sitio donde poder lavar la ropa, pues la mayor parte de viviendas carece de lavadoras. Anda con el cochecito de su bebé de siete meses, cubierta con el plástico para la lluvia pese al sol radiante. “La protejo como puedo porque ni siquiera la puedo dejar en casa, vivo sola”, explica la joven de 25 años.

También ha perdido su puesto de supervisora de comida de eventos y aguarda los cheques de ayuda que va a enviar el Gobierno federal para poder pagar el alquiler. Casi 10 millones de estadounidenses han pedido el subsidio por desempleo en tan solo dos semanas y es ya 1 de abril. “Pero el alquiler tendrá que esperar porque ahora debo elegir entre la comida o pagar la renta”, añade Soles.

Cuando uno se enfrenta a una elección semejante, un montón de otros dilemas se borran de un plumazo, como el de salir o no salir.

Vista general de la zona de Wall Street, casi desierta, el pasado 3 de abril. EDUARDO MUÑOZ

El trajín de trabajadores, o gente como Anna, el ruido de las excavadoras, que no cesa, conservan parte del bullicio habitual. Lo contrario de Wall Street, solo alterado de vez en cuando por el sonido lejano de las ambulancias. Sam Stovall, director de inversión de la firma CFRA, tomó el portante hace dos semanas y se fue a Pensilvania, desde donde sigue el trajín del mercado de valores. De forma similar a lo que le ocurrió a Jaqueline con las máscaras, Stovall percibió que algo malo iba a suceder cuando en febrero, pese a todos los récords de la Bolsa, lo que más empezaban a subir eran las empresas de consumo y servicios básicos, los valores “defensivos”.

Desde el brote, los mercados financieros han vivido algunas de las peores jornadas desde la Gran Depresión, pero a diferencia de entonces, no hay noticia de suicidio de ningún banquero en Nueva York, aunque uno, Peg Broadbent, de 56, ha muerto de coronavirus; y otro, Peter Tuchman, toda una institución en la Bolsa, ha dado positivo. El parqué contrató su propio servicio médico para hacer pruebas a los brokers, pero acabó cerrando el edificio el 23 de marzo y vació el barrio.

En algunas partes, parece como si la ciudad se hubiese cerrado para que la pudiesen visitar en exclusiva en pequeños grupos. Es lo que ocurre este miércoles por la tarde en Bryant Park, el delicioso parque ubicado entre Times Square y la Biblioteca Pública de Nueva York, donde solo indigentes se sientan en sus mesas. Rodeados de ellos, dos chicos esbeltos sobresalen de la escena jugando a ping pong en manga corta, como si fueran aquellos niños tirándose almohadas al final de la película Cero en conducta, en rebelión inconsciente contra la autoridad.

Al atardecer, cuando acaban las jornadas de teletrabajo, explota la vida por distintos puntos de la ciudad, brotes de dolce vita incluso. Como el río de gente que hace deporte al inicio del puente de Brooklyn, el tráfico en el sur de la isla o los corredores y paseantes de perros y de niños junto al hospital de campaña que se ha abierto en Central Park, enfrente del famoso centro Monte Sinaí, en el Upper East Side, uno de los pedazos más selectos de Manhattan. David Allen, un fotógrafo retirado que vive con su esposa periodista en el barrio, sale varias veces al día con Marley, una pastor alemán de cuatro años. “No llevo máscara ni guantes, pero tengo cuidado, no toco nada ni a nadie, intento no contagiarme, si eso ocurre, espero curarme, si no, es que el destino lo quiere así, he tenido una buena vida”, explica.

David Allen tiene seguro médico, mientras que Diego es uno de los 27 millones de ciudadanos que carece de él y no ha pisado la consulta del médico en nueve años, desde que un dentista le cobró 2.000 dólares por unas caries. El plan de estímulos aprobado por el Congreso incluye una partida para cubrir el tratamiento de quienes lo necesitan.

El virus no distingue entre clases sociales, pero todo lo que ocurre antes y después de él, sí. Y pocos sitios como Nueva York encarnan con tanta fiereza el relato dickensiano de las dos ciudades. La prensa local ha publicado estos días que muchos sin techo pasan las jornadas de confinamiento viajando sin rumbo en el metro, pero el presidente de la Autoridad del Transporte Metropolitano, Pat Foye, ha aclarado que no hay más que antes, simplemente los vagones van más vacíos y se les ve más.

“Nueva York siempre fue competitiva, llámela brutal, si quiere”, responde por teléfono el veterano historiador Kenneth T. Jackson, profesor de la Universidad de Columbia especializado en esta urbe. “Pero es la ciudad que todo el mundo desea, y no creo que eso vaya a cambiar en los próximos 50 años; mi previsión es que va a salir de esta bastante bien, como ha hecho otras veces”. Como muchos otros neoyorquinos con segunda residencia, Jackson ha dejado el apartamento de Manhattan para pasar estos días fuera.

La muerte y la resurrección son casi la imagen de marca de este trozo de América.

Dice Diego Martín-Téllez algo parecido, de corte más bien darwinista. “Yo me adapto muy bien a las cosas, y esta ciudad va de eso, esto va de venir a trabajar. Creo que los mexicanos, o los hispanos en general, nos adaptamos”.

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Las heridas y los interrogantes que siguen abiertos tras 40 años de la toma del Palacio de Justicia

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El operativo de la extinta guerrilla del M-19 y la reacción militar, en pleno centro de Bogotá, dejaron un centenar de muertos, una docena de desaparecidos y una cúpula judicial masacrada

Bogotá.-“Por favor, que nos ayuden, que cese el fuego. La situación es dramática.(…) Divulgue a la opinión pública eso, para que el presidente dé la orden”, suplicó Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia de Colombia, en Radio Todelar. Era la tarde del 6 de noviembre de 1985 y la sede de la cúpula de la rama judicial de su país, el Palacio de Justicia de Bogotá, era un campo de guerra. 35 guerrilleros del M-19, un grupo de origen urbano y dado a los golpes mediáticos, había entrado a sangre y fuego con la bandera de obligar a los magistrados a hacer un “juicio” al presidente Belisario Betancur, a quien acusaban de haberlos traicionado en una negociación de paz que ya estaba abocada al fracaso. La reacción, que el mandatario dejó en manos de los militares, fue incluso más sangrienta. El edificio terminó calcinado, 11 de los 25 magistrados de la Corte Suprema fueron asesinados, miles de expedientes de todo tipo se perdieron.

En una larga historia de violencia política como la colombiana, los hechos del Palacio siguen especialmente vigentes. Incluso más que otros episodios más mortíferos y más recientes. En 1989, por ejemplo, el narcotraficante Pablo Escobar hizo estallar un avión que despegaba de Bogotá a Cali, y dejó 110 muertos. En 2000, paramilitares asolaron el corregimiento de El Salado, en la región Caribe, y dejaron más de 100 personas muertas, según la Fiscalía. Y en 2002, la guerrilla de las FARC atacó la iglesia del pueblo de Bojayá, en el Chocó, y asesinaron a por lo menos 74 civiles. Las circunstancias, por el lugar del ataque, la importancia política de las víctimas o la visibilidad de lo ocurrido, marcan la diferencia. Y por eso un episodio que en Colombia se ha denominado “holocausto” ha ocupado una atención en el periodismo o en las artes, solo comparable el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, y el posterior Bogotazo.

Además, la rama judicial ha sentido el ataque como un dolor permanente. Los magistrados asesinados eran colegas, profesores, jefes e incluso familiares de muchos abogados de las siguientes generaciones, y su muerte dejó una impronta que aún hoy lamente la justicia.

Además de esa herida abierta, el debate por la toma y la retoma es tan vigente y pugnaz que de él participa el presidente Gustavo Petro, quien fue miembro del mismo M-19 y, si bien no participó en la toma, ha defendido un relato que reduce la responsabilidad de sus antiguos camaradas. Es tan sensible el asunto que recientemente una juez ordenó eliminar un diálogo de una película sobre el Palacio; es tan vigente que este miércoles el expresidente Álvaro Uribe Vélez ha propuesto una nueva norma “que a los militares que participaron en el rescate del Palacio de Justicia, condenados o todavía en investigación o juicio, les conceda todos los beneficios equivalentes a una sentencia absolutoria”.

La actualidad de lo ocurrido hace cuatro décadas pasa por las preguntas sin respuesta. Una de ellas tiene que ver con la protección de los magistrados. Pese a que se había develado un plan de la guerrilla para atacar el Palacio, una noticia que había llenado titulares de prensa, y a que varios magistrados habían recibido amenazas de muerte, la seguridad del Palacio había sido reducida el 5 de noviembre. “Yo quisiera tener la respuesta a la pregunta de quién dio esa orden”, dice Ángela María Buitrago, exministra de Justicia y quien como fiscal lideró la investigación penal por las desapariciones forzadas de una decena de personas, en manos de militares.

Ceremonia de entrega de los restos mortales de Gloria Isabel Anzola, una de las víctimas femeninas del asalto, en Bogotá, el 10 de diciembre de 2019.Juancho Torres (Anadolu Agency via Getty Images)

Otra pregunta sin respuesta clara son los motivos del ataque. El M-19 emitió una proclama desde el Palacio sobre la que llamó Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre. “Convocamos al juzgamiento público de unas minorías apátridas que han hecho fraude a los anhelos de paz y traicionando las exigencias de progreso y de justicia social a la nación entera”, dice en una de sus frases centrales, para luego exigir a los principales medios de comunicación la difusión del proceso que soñaban. “Señores magistrados: tienen ustedes la gran oportunidad, de cara al país, y en su condición de gran reserva moral de la República, de presidir un juicio memorable”, se lee más adelante.

Pero la sombra del narcotráfico ha planeado sobre lo ocurrido desde 1985, pues los guerrilleros coincidían en una demanda de los narcotraficantes. “Mediante un impopular escandaloso Tratado de Extradición, se entrega nuestra juricidad –la más creciente y novedosa de todas las entregas–, que es golpe mortal contra la soberanía nacional», se lee en la misma proclama. Aunque, sobre todo personas cercanas a Pablo Escobar han dicho que el capo pagó a la guerrilla por el ataque, intentando evitar que la Corte Suprema avalara ese tratado, al que se oponían a sangre y fuego. Quien fuera al lugarteniente, Jhon Jairo Velásquez, Popeye, es una de esas fuentes; otras han sido Virginia Vallejo, amante del narco, o el jefe paramilitar Carlos Castaño. La pregunta sigue en el aire, pues no hay pruebas ni es claro que una atrocidad de ese tipo tuviera el efecto esperado. Lo más cercano a una respuesta, de acuerdo con una Comisión de la Verdad conformada por las altas cortes en 2005 para esclarecer los hechos del Palacio, es señalar esta como una hipótesis probable. “Todo indica, entonces, que hubo conexión del M-19 con el Cartel de Medellín para el asalto al Palacio de Justicia”, se lee en su informe final.

Un tercer interrogante es hasta dónde los militares asumieron el poder real durante esas horas. El entonces ministro de Justicia, el político liberal Enrique Parejo, argumentó que se dio un vacío de poder, en el que fueron los generales quienes decidieron qué hacer. Pero su entonces colega de Gobierno, Jaime Castro, publicó un libro dedicado a argumentar que no hubo tal, y que la decisión de responder con la fuerza vino de Betancur y su Gobierno, que temía que darle juego a los guerrilleros hubiera llevado a que estos lograran un levantamiento popular y se tomaran el poder.

El cuarto interrogante gira alrededor de la responsabilidad por cada asesinato, cada desaparición, cada decisión en las más de 27 horas de combates e incendios. Investigadores, periodistas e interesados se han topado con todo tipo de problemas para encontrar pruebas suficientes de lo ocurrido. En algunos casos, los testigos dan versiones encontradas; en otros, los testigos han muerto -esos días, o en las cuatro décadas que han pasado-; en unos más, la falta de pruebas de balística o la manipulación del Palacio por policías y militares antes de que llegaran los funcionarios judiciales impide tener las suficientes pruebas técnicas.

Quizás la más significativa de las preguntas sin respuesta, que va de lo judicial a lo político, es si los militares sabían que el M-19 iba a hacer el ataque y lo permitieron, para así poder golpear con fuerza al M-19 en lo que algunos han llamado “operación ratonera”. Aunque los generales lo han negado de forma reiterada, los tres magistrados que lideraron entre 2005 y 2010 una comisión para investigar los hechos, le dan crédito a la ida. “La Comisión de la Verdad considera esta hipótesis como una de las más probables”, se lee en su informe final. Jorge Aníbal Gómez, José Roberto Herrera y Nilson Pinilla señalan que el Ejército estaba “vejado en su dignidad” y “herido en su amor propio” por acciones pasadas de una guerrilla especialmente mediática. Otros han adicionado que los militares estaban molestos con el presidente, que había adelantado diálogos de paz sin consultarles y contra su opinión.

Lo más complejo, según la exministra Buitrago, es que las respuestas a esas preguntas han variado, dejando un legado de desconfianza y poca credibilidad, como cuando los militares negaron conocer el plan del M-19. Y eso mantiene vivas y abiertas las heridas.

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Virginia Laparra, exfiscal guatemalteca: “Fui a la cárcel por una persecución política contra mí”

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Detenida en 2022 tras denunciar corrupción judicial, vive ahora en el exilio y denuncia una estrategia sistemática para silenciar a quienes luchan contra la impunidad

Virginia Laparra (Quetzaltenango, Guatemala, 45 años) luchó durante años contra la corrupción en su país. Miembro de la Fiscalía Especial contra la impunidad, una institución auspiciada por Naciones Unidas para investigar las redes corruptas en las altas esferas del poder, fue detenida en 2022 por denunciar a un juez que había filtrado información confidencial. La acusación le valió una condena de cuatro años de cárcel, de la que cumplió casi la mitad, en un proceso que Amnistía Internacional calificó de represalia política y que finalmente la empujó al exilio. “La experiencia en la cárcel es ensordecedora e inaguantable” e “iban a hacer todo lo posible para no dejarme salir jamás”, afirma durante una reciente entrevista en Madrid, en el marco de un viaje a Reino Unido para recoger el Sir Henry Brooke Award, un reconocimiento internacional a su labor como defensora de derechos humanos.

Pregunta. Desde el año 2000, decenas de funcionarios del Poder Judicial se han exiliado de Guatemala. ¿Existe una persecución política contra los juristas?

P. Usted se exilió tras pasar dos años en la cárcel. ¿Cómo la detuvieron?

R. Tenía que viajar a Ciudad de Guatemala desde Quetzaltenango para una audiencia. Salí temprano de la oficina, pero me encontré con una escena propia de la captura de un narcotraficante: patrullas cruzadas, militares con armas largas y pasamontañas. Me estaban esperando y me dijeron que había una orden de detención contra mí.

P. ¿De qué la acusaban?

R. De haber denunciado administrativamente actos de corrupción cometidos por el juez Lesther Castellanos, que resultó ser efectivamente corrupto. Denunciar administrativamente a un juez no puede ser considerado un delito. Y lo hice, en 2017, porque había filtrado información confidencial de un caso de corrupción ya cerrado.

P. En su primera condena, a cuatro años de cárcel, Amnistía Internacional la consideró una prisionera de conciencia.

R. Fui a la cárcel por una persecución política contra mí, no por una causa jurídica. El fin era mandar un mensaje: que luchar contra la corrupción de alto nivel tiene consecuencias. Yo sabía que podía terminar en prisión, porque desde 2018 y hasta mi detención, sufrí años de hostigamiento constante con campañas de difamación contra mí y mensajes amenazantes en redes promovidos por el juez y la Fundación Contra el Terrorismo.

P. ¿Quiénes forman esta fundación?

R. La crearon militares con el fin de defender a personas acusadas de delitos de lesa humanidad, como al [exdictador Efraín] Ríos Montt.

P. ¿Qué ocurrió tras su detención?

R. Me llevaron a la capital [Ciudad de Guatemala] para mi audiencia [ante el juez] en una patrulla durante la madrugada. En el camino, uno de los agentes me dijo: “No sabemos si va a salir viva de ahí”. Más que amenaza, fue una advertencia de lo que sabían que podía pasarme en el sistema penitenciario. Me aconsejaron que hablara lo menos posible. Yo era la quinta de cinco fiscales que capturaron aquel mes. Pero mientras mis compañeras esperaron a su comparecencia ante el juez en un lugar habitual de detenciones, a mí me llevaron a una carceleta.

P. ¿Qué es exactamente?

R. Es donde llevan a los presos peligrosos y es como una jaula en la que no tienes ni espacio para pararte, porque hay demasiadas personas privadas de libertad. Me mantuvieron toda una noche y, cada vez que intentaba conciliar el sueño en el piso, me levantaban y me despabilaban. Después me ingresaron en la Cárcel Militar Mariscal Zavala y, tras unos días, con mis cuatro compañeras.

La exfiscal guatemalteca Virginia Laparra, en la sede de Madrid de Amnistía Internacional.
Álvaro García

P. Estuvo presa casi dos años.

R. Fui la primera de mis compañeras en recibir la condena y la última en salir. Pero todas nosotras nos negamos a aceptar los cargos que nos imputaban.

La experiencia en la cárcel es ensordecedora e inaguantable.

P. ¿Otras personas sí los aceptaron?

R. Sí, eran obligados a aceptar los cargos a cambio de dejarlos en libertad. Les decían que si no lo hacían terminarían como yo. Y no los juzgo, porque la experiencia en la cárcel es ensordecedora e inaguantable.

P. ¿Cómo le afectó?

R. En todos los sentidos. Si con el trato tan cruel que recibí en prisión yo no estoy muerta o [el periodista] José Rubén Zamora no está muerto es porque nos hemos aferrado a algún impulso para seguir viviendo. En mi caso, sobreviví porque mis hijas me hacían prometerles, cada que venían, que seguiría allí la próxima vez que pudieran regresar.

P. Pero su salud se deterioró.

R. Sí, fue degenerando considerablemente. El primer año me negaron totalmente la asistencia médica, y cuando por fin logré que me llevaran al hospital, tuvieron que operarme y quitarme la matriz. Después, me tuvieron que hacer otras cuatro operaciones de emergencia. No me dieron ni la posibilidad de recuperarme, porque tras la operación, me mandaban a la prisión. Pero, además, la estancia en prisión te afecta mucho emocionalmente cuando eres madre y no puedes seguir cuidando a tus hijos.

Nadie se exilia voluntariamente. Es lo último que te queda para poder defender tu vida

P. Otras cuatro mujeres fueron encarceladas con usted. ¿Había un ataque concreto contra las mujeres?

R. Es evidente, porque nosotras éramos más fáciles de encontrar. Tres teníamos hijos menores de edad y otra compañera estaba a cargo de sus papás. Nuestro rol familiar hacía más probable que no nos escondiéramos. Pero, además, nos fotografiaban en las audiencias y difundían nuestras imágenes en redes para difamarnos.

P. ¿En qué momento decidió exiliarse?

R. Tras salir bajo arresto domiciliario, me dediqué a litigar el segundo proceso abierto en mi contra. Me condenaron de nuevo en junio de 2024 a cinco años de prisión y tenían al menos otros cinco procesos abiertos contra mí en el Ministerio Público. Era evidente que en la próxima audiencia judicial iban a ordenar mi detención y que iban a hacer todo lo posible para no dejarme salir jamás.

P. ¿Cómo pudo salir?

R. Estaba en arresto domiciliario y no podía salir del país, pero lo hice. Tuve que dejar a mis hijas y ahora no puedo regresar a mi país. Nadie se exilia voluntariamente. Es lo último que te queda para poder defender tu vida.

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La ONU alerta de «hambre récord» en Haití y asegura que las necesidades se disparan

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EFE

Proyecta que hasta junio próximo una cifra récord de 5.7 millones de personas, más de la mitad de la población, experimentarán inseguridad alimentaria aguda

Puerto Príncipe.-El Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas alertó este jueves de que la escalada de violencia, los desplazamientos, la inestabilidad económica y las interrupciones en la producción local de alimentos están provocando un «hambre récord» en Haití, con millones de personas en riesgo, lo que hace que las necesidades se disparen.

Según un comunicado de esta agencia de la ONU, el último informe de la Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria en Fases (IPC en sus siglas en inglés) proyecta que hasta junio próximo una cifra récord de 5.7 millones de personas, más de la mitad de la población, experimentarán inseguridad alimentaria aguda.

De ellas, se prevé que poco más de dos millones afronte hambre en nivel de emergencia y que 8,400 personas encaren el nivel de catástrofe, el más crítico de inseguridad alimentaria con escasez extrema de alimentos, desnutrición aguda grave y riesgo de inanición.

Ante esta situación, el PMA y sus socios han extendido de forma significativa sus operaciones en Haití, alcanzando a más de 1.3 millones de personas en lo que va de año, de ellas un millón en marzo, lo que supone una cifra récord de ciudadanos asistidos en un solo mes, pero, advirtió la organización, «las necesidades superan los recursos disponibles».

Este 2025 esta agencia de Naciones Unidas ya ha suministrado 740,000 comidas calientes a más de 112,000 personas recientemente desplazadas, así como dinero en efectivo para alimentos y apoyo para prevenir la desnutrición infantil, además de haber conseguido acceder a zonas controladas por los grupos armados y entregar alimentos esenciales a comunidades de difícil acceso en Croix-des-Bouquets, Cité Soleil, Lower Delmas y La Saline.

«En este momento, luchamos para contener el hambre. Sin los inmensos esfuerzos que ya se están realizando, la situación sería mucho peor», dijo la directora de País del PMA en Haití, Wanja Kaaria.

Violencia extrema

«Para seguir el ritmo de la creciente crisis, hacemos un llamamiento a la comunidad internacional para que brinde apoyo urgente; sobre todo, el país necesita paz», agregó Kaaria, quien afirmó que el PMA necesita urgentemente 53.7 millones de dólares para continuar sus operaciones vitales en Haití durante los próximos seis meses.

Haití vive una crisis multidimensional y una violencia extrema, en especial en la zona metropolitana de Puerto Príncipe, en un 85 % bajo control de las bandas armadas.

La Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad (MSSM), liderada por Kenia y con el aval de la ONU, no ha conseguido resultados tangibles frente a esta violencia, que ha obligado a más de un millón de personas a abandonar sus hogares y convertirse en desplazadas.

  • En 2024 la violencia causó en Haití al menos 5,626 muertos (un millar más que el año anterior), 2,213 heridos y 1,494 secuestrados, según datos verificados por la ONU.

A finales de marzo pasado, el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, informó de que al menos 4,239 personas fueron asesinadas y 1,356 heridas en Haití entre julio y febrero pasados con armas que llegan ilegalmente del extranjero, pese al embargo de armamento impuesto por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

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