Periodismo Interpretativo
Sin zafacones ni urinarios públicos en el centro histórico de Santiago
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Si pudiera hacerlo, como sucedería con el buitre al que no agradecemos el trabajo sucio de limpiar los desiertos y las selvas, saldría bien librado de nuestros juicios injustos.
El depositario elemental de nuestros desperdicios sólo es útil y nada más.
Incluso lo es cuando se necesita para el insulto y la invectiva.
Los primeros zafacones públicos “modernos” que estrenó el pueblo- años noventa del siglo pasado- colgaban elegantemente como piezas decorativas y de utilidad de los postes del alumbrado.
Se les veía como un primor de reprevención y juiciosa anticipación:
Brillaban con esplendor de aluminio y triunfadora novedad bajo las cálidas radiaciones del sol.
Otros, con el tono sugestivo de alguna mujer, pues el tono evidenciaba el “toque” femenino, sirvieron también como floreros que embellecieron el agitado tráfago del llamado centro histórico.
Entonces hubo una pausa de años y después llegaron los nuevos tiempos, amargos, en que la gente volvió a la antigua costumbre de echar los desperdicios en las cunetas con graves consecuencias para el desahogo de los filtrantes que impiden la amenazante inundación de la ciudad.
Ahí, el barrendero, una figura fantástica y callada que cruza como una sombra el perímetro urbano a las cinco de la mañana,(que puede ser también un vigilante de seguridad) vuelve a tener vigencia en el anecdotario que reza:
Déjale esa moneda al barrendero. Pero esta era una treta elaborada por un vivo a fin de tomarse para sí lo caído.
En años recientes y como rememorando la limpieza tradicional que tuvo Santiago de Santiago, resurgieron estos zafacones en el hermoso tono verde del decorado ambiental urbano.
Pero algo, no se sabe si un fenómeno celeste, (quizás debido a la voluntad de un alienígena dotado de un arma láser extragaláctica), o la acción de algún cigarrillo encendido lanzado con descuido, o por la debilidad estructural de esos utensilios o la acción de maniáticos, se encontró literalmente derretido cada uno de éstos, salvo uno que se halla justo en la acera del cuartelito policial ubicado en un no menos pequeño parque de las calles Del Sol y Sabana Larga.
Había que ver-todavía se pueden ver- rastros de esa extraña suerte en casi todo Santiago.
Pero ahí, en el cuartelito vigilado, este objeto no se ha atrevido a dañarse.
Este detalle confirma que el problema es complejo y se relaciona con cuidado, vigilancia y civismo, sobre todo lo último, que en ciudades más avanzada se halla acompañado de una fuerte multa sólo por lanzar un papelillo sin importancia en la calle.
Se ha visto, a distinguidos funcionarios de esas ciudades, engrillados, con un can al lado, bien entrenado, vigilándolo, cumplir condenas, amarrados con grilletes, y pagar fuertes multas por esta práctica que aparenta ser inofensiva y no lo es.
El imperio de la ley es al unísono, el imperio de la imparcialidad.
Su no hay cumplimiento universal, haciéndose incomprensibles excepciones de ella, termina por anularla. Y así, ciudades como ésta de una indiscutible historia de siglos, suelen llegar a un voluminoso caudal de contrastes tal que se dotan modernos parquímetros y no tienen un sólo zafacón para colectar la basura ocasional. Tampoco hay urinarios públicos, aún fuesen movibles, y usted ve a unos tajalanes bien adultos orinándose en plena vía pública hasta en horas del mediodía y delante de familias que pasan por su lado.