Por Miguel Guerrero
Las economías centralizadas o cualquiera de sus hijastros generan estrechez y pobreza; constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana. También es cierto que una economía de mercado sin restricción alguna impide la justicia social. En la práctica ambas se asemejan. De manera que un modelo intermedio puede garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia.
La pronunciada presencia del gobierno en la actividad económica genera una peligrosa asociación de funcionarios y empresarios corruptos con los resultados que todos aquí conocemos, como es el caso emblemático de Venezuela, a punto de una grave confrontación civil.
Uno de los grandes males de la política latinoamericana ha sido siempre, por su bajo nivel de institucionalidad y transparencia, el enorme poder discrecional de los funcionarios públicos. Esa peculiar característica del ambiente político frena el desarrollo y paraliza todo esfuerzo encaminado a elevar el nivel de transparencia de las ejecutorias en la esfera estatal. No me refiero sólo a las facultades casi monárquicas de un Presidente emanadas de muchas constituciones. También a la capacidad que posee cualquier burócrata de México hasta Argentina, de alto, medio o bajo nivel, para detener una inversión o entorpecer un proyecto industrial, en base al más insignificante e injustificado tecnicismo o simplemente porque le viene en gana, si alguien le cae pesado o no se le atiende debidamente.
Las constituciones en los países del llamado Tercer Mundo suelen ser oportunidad para eliminar esas y otras prácticas viciosas o justificación para prolongarlas. Y ahí radica en América Latina el nervio central de su debilidad democrática, agravada por una pobre opinión pública sin eco en la esfera de decisión política.