Opinión
Ochocientos veintisiete pesos
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8 años agoon
Por Andrés L. Mateo
A finales de febrero de 1844, Juan Pablo Duarte tomó el camino hacia el Sur para unirse a las tropas del general Pedro Santana. La Junta Central Gubernativa le había otorgado el grado de general, nombrándolo jefe-adjunto del ejército. Golpeando en la suavidad de su rostro, el viento seco del Sur le ajaba el semblante, pero apuraba la marcha, ardiendo en deseos de entrar en combate por la patria que él, primero que nadie, prefiguró en su sueño. En la faltriquera llevaba mil pesos del erario, que le habían sido entregados para gastos de la División de Baní, y del personal de tropas que le acompañaba. Preso del entusiasmo, dejó el grueso de sus guerreros en Baní y corrió a reunirse con el caudillo del Seibo, quien lo esperaba con la petulancia del Hatero habituado a mandar peones, y el aura del triunfo de la batalla reciente.
Ninguno de los dos se conocía. Para Santana, Duarte era un filorio de puñitos rosados, idealista de mierda que escribía versos, y del cual había oído hablar. Santana era para Duarte un trueno, la verdad escandalosa de un hecho glorioso, la aspereza, la pulpa, el grito que rebota y corta, y la forma bastarda del poder. Estas dos miradas eran las que se encontrarían. Dos miradas chirriantes, cuyo resplandor en la historia dura hasta nuestros días. Dos miradas de las que pendía el rumbo de la patria. Dos miradas envueltas en la peonada harapienta que simbolizaba entonces el pujo de un país.
De lo que ocurrió en aquella entrevista, efectuada al bordear la noche del 23 de marzo de 1844, la historia nacional solo registra el desplante que Juan Pablo Duarte sintió frente al caudillo seibano, y la retirada silenciosa del patricio hacia la capital, acompañado de sus combatientes, mustio frente al estupor y la impotencia que, de seguro, el orgulloso Hatero le restregó sin piedad en la cara. Desde el punto de vista histórico, esa entrevista marca el inicio de un antagonismo visceral entre estas dos figuras de la Independencia Dominicana, con un saldo inicial favorable al militarismo de Santana. Pero el general Duarte, desorientado por lo violento e impetuoso del acontecimiento, se erigirá, al final, victorioso. Una victoria moral, no militar, pero valedera para nuestros días, y portadora de un significado que debería marcar por siempre la conducta de un funcionario público; y que lo define a él, a Juan Pablo Duarte, como un referente ético inmarcesible, y una columna moral a través del tiempo.
De los mil pesos que le habían entregado para gastos de la división de Baní, Duarte devolvió ochocientos veintisiete pesos, detallando una por una las partidas en las que se habían gastado el resto de la suma asignada. Santana había impedido que él volcara su ardor de guerrero en el combate, por celos y ambición de poder; pero no impidió que su gesto, a través del tiempo, se convirtiera en paradigma, en modelo de actuación pública. Esa rendición de cuentas del 2 de abril de 1844, convierte a Duarte en un personaje de la actualidad, en un referente obligatorio, ante tantos desmanes de la riqueza pública, y toda la desvergüenza que nos rodea. “Visto bueno por la sección de Hacienda, habiéndose entrado en el Tesoro los ochocientos veinte y siete pesos que fueron devuelto”- dice el documento histórico que consigna la devolución al Estado de ése dinero . Valdría la pena que este documento histórico colgara en los despachos de los funcionarios de este gobierno, cercados por la práctica y la tentación del enriquecimiento sin medidas. Valdría la pena que las instituciones tuvieran en sus frontispicios el documento duartiano que muestra más que el heroísmo de la guerra, el peso de lo ético en el desempeño público. Son hechos como éste los que demuestran que Duarte era más que una idea, más aún que un sueño de redención; era una práctica que creía firmemente en la viabilidad de la nación. Y es a ése Duarte, al conspirador, al revolucionario, al profundamente ético, a quien hay que recordar. Sobre todo en una época como la actual, en la que se han esfumado todos los valores, y los gobernantes creen que el dinero que manejan les pertenece.
Por Isaías Ramos
En el artículo anterior, “Cuando trabajar no alcanza”, mostramos lo esencial: en nuestro país hay trabajadores a tiempo completo que, aun cumpliendo con todo, no alcanzan el costo de la canasta básica. Hoy toca cerrar el círculo con una pregunta inevitable: si el Estado asegura que no tiene margen para indexar el ISR ni para acercar los salarios a la canasta, ¿cómo sí lo tiene para blindar exenciones y subsidios que ya rondan el medio billón de pesos al año?
La comparación es contundente: alrededor de RD$19 mil millones para cumplir la indexación —lo mínimo para que la inflación no se coma el salario por la vía del impuesto— frente a más de RD$500 mil millones en gasto tributario y subsidios no focalizados. Esa diferencia no es técnica; es moral. Es un impuesto silencioso al trabajo para sostener privilegios que casi nunca rinden cuentas.
No hablamos de milagros, sino de coherencia constitucional.
Primero derechos; después privilegios.
La indexación es justicia básica; que el salario cubra la canasta es dignidad mínima. Cuando eso no ocurre, todo lo demás se convierte en una transferencia regresiva: recursos públicos arriba y salarios de subsistencia abajo.
Lo vemos en historias como la de Marta, cajera en una tienda que abre seis días a la semana. Gana el salario mínimo del tramo superior y aun así no le alcanza para transporte, alimentos y educación básica de sus hijos. Todos conocemos una Marta. Su caso no es la excepción; es el reflejo de un modelo.
Reconocemos, sin ambigüedades, que ciertos sectores han traído inversión y empleo. Pero en un Estado Social y Democrático de Derecho, la prioridad no se discute: derechos primero, incentivos después. Si un sector recibe exenciones millonarias durante décadas, la contrapartida mínima es un salario mediano por encima de la canasta y una reducción verificable de la informalidad. Y si los beneficios se justifican por su aporte, ese aporte debe comprobarse con datos públicos.
Las preguntas son simples, y las respuestas deberían serlo también:
- ¿Cuál es su salario mediano y qué parte de la canasta cubre?
- ¿Cuál es su aporte fiscal neto, descontadas exenciones y transferencias?
- ¿Qué metas salariales y de formalización han cumplido —auditadas y con plazos—?
Si esas respuestas no existen, la falla no está en quien critica, sino en un modelo que evita mirarse al espejo.
Cuando miramos la región, el panorama se vuelve más claro y más crudo. Llevamos décadas creciendo alrededor de 5 % anual, más del doble del promedio latinoamericano. Sin embargo, datos del Banco Mundial muestran que menos de 2 % de los dominicanos ascendió de grupo de ingreso en una década, frente a un 41 % regional. Es una de las movilidades más bajas de América Latina: un motor económico de alta potencia montado sobre una carrocería social demasiado frágil.
A eso se suma un mercado laboral con alrededor de 55 % de informalidad, superando un promedio regional que ya bordea la mitad. Millones de personas trabajan sin contrato, sin protección y sin capacidad de negociación. Mientras tanto, el salario mínimo formal del sector privado no sectorizado —según el tamaño de la empresa— oscila hoy entre unos RD$16,000 en las microempresas y cerca de RD$28,000 en las grandes, y ni siquiera en su tramo superior alcanza el costo de la canasta familiar nacional, que ronda los RD$47,500, ni la canasta del quintil 1, situada en torno a RD$28,400. La mayoría de los trabajadores informales ni siquiera se acerca a esos montos.
Ahí está el nudo del modelo: un PIB que corre por delante del promedio regional, con salarios más bajos, más informalidad y menor movilidad que casi todos. Ahí es donde la retórica del “milagro” deja de coincidir con lo que millones viven cada día: jornadas largas, ingresos insuficientes y un crecimiento que no se traduce en dignidad.
Y, mientras tanto, la indexación —que solo evita que el impuesto castigue el salario— se presenta como inalcanzable. No lo es. Lo inalcanzable es pretender estabilidad congelando la protección del trabajador mientras se blindan privilegios que nadie revisa con lupa desde hace décadas. Eso no es estabilidad; es un subsidio a la precariedad.
La discusión no es “si hay dinero”, sino de dónde es justo que salga.
¿De quienes ya no pueden más, o de exenciones que llevan medio siglo sin evaluación seria?
¿De la nómina de la clase trabajadora, o de regímenes especiales convertidos en vacas sagradas?
En el Frente Cívico y Social entendemos que la guía es simple y está escrita en la Constitución. El artículo 62 establece, entre otras cosas, que es finalidad esencial del Estado fomentar el empleo digno y remunerado y, en su numeral 9, consagra el derecho a un salario justo y suficiente para vivir con dignidad. No es poesía; es mandato. Si el salario mediano de un sector no cubre la canasta, ese sector no cumple con la dignidad mínima. Y si además recibe exenciones, la obligación de rendir cuentas es aún mayor.
Y porque no hay dignidad sin desarrollo, no olvidemos lo esencial: salario digno es demanda interna, productividad futura y estabilidad social. Con sueldos de miseria no se construye un mercado interno robusto, no se fortalece el capital humano, no hay escalera de movilidad. Lo que se “ahorra” hoy en salarios bajos se paga mañana en menor crecimiento y mayor conflictividad.
En una frase: un país que se respeta no pone el privilegio por encima del salario, ni el incentivo por encima de la dignidad. Cuando la política honra esa jerarquía, la estadística deja de ser consuelo y se convierte en vida vivible.
Despierta RD.
Las escaseces de divisas, alimentos, medicamentos, salarios y servicios públicos, como la electricidad, etc., predominan y se agravan en Cuba, donde no ha estallado una poblada contra el orden socio-político instaurado principalmente por la comprensión ciudadana del inhumano bloqueo económico-financiero y comercial de Estados Unidos y su inspiración en el líder histórico de su Revolución, Fidel Alejandro Castro Ruz. Ese prodigio comprueba el poder de la ideología y la herencia de los sistemas de valores como pilares para mantener el control del Estado.Opinión
La Corte Penal Internacional y los tribunales penales internacionales (2 de 2)
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2 días agoon
diciembre 5, 2025Por Rommel Santos Diaz
La naturaleza sui generis de los tribunales Ad-Hoc los constituye al mismo tiempo como jurisdicciones que tienen un carácter limitado tanto ratione temporis como ratione loci.El Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia solo tiene competencia para juzgar los crímenes cometidos a partir del 1 de enero de 1991 en el territorio de la Ex República Federal Socialista de Yugoslavia mientras que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda tiene una competencia temporal aún más restringida dado que sólo puede juzgar los crímenes cometidos durante el año 1994 en el territorio de Ruanda.
Por su parte, la Corte Penal Internacional es un tribunal permanente que tiene una competencia ratione temporis de carácter prospectivo, vale decir, se aplica sólo a los crímenes cometidos luego del 1 de julio del 2002, fecha de la entrada en vigor de su Estatuto. Además, su competencia ratione loci se basa en el principio de territorialidad y no en el principio de jurisdicción universal.
Por otro lado, conviene destacar que la forma de creación de los tribunales penales internacionales determina a su vez el modo como estos tribunales internacionales se relacionan con las jurisdicciones internas.
Así por ejemplo, la Corte Penal Internacional se rige por el principio de complementariedad en relación a la jurisdicción interna de los Estados. Esto tiene particular relevancia en los casos de competencia concurrente con la jurisdicción nacional, dado que la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y del Tribunal Penal Internacional no es complementaria de la jurisdicción nacional, sino que en su lugar se trata de una jurisdicción internacional que tiene primacía sobre las instancias nacionales.
Lo anterior permite que en cualquier estado de un proceso ante un tribunal nacional tanto el Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda puedan requerir a los tribunales nacionales la remisión del caso a sus respectivas competencias.
En relación a la existencia de mecanismos de cooperación judicial entre los tribunales penales internacionales, es pertinente subrayar que esta instituciones responden a principios distintos de aquellos que son propios del derecho penal internacional propios del derecho internacional privado y es en esta línea conservadora que ninguno de los estatutos de los tribunales internacionales contiene disposiciones específicas sobre cooperación entre ellos.
Así por ejemplo, el Estatuto de Roma regula las relaciones de cooperación y asistencia judicial sólo entre los Estados Parte y la Corte Penal Internacional y conforme al Artículo 2 de su Estatuto, se prevé en virtud del acuerdo entre la CPI y las Naciones Unidas, relaciones de cooperación con esta organización internacional.
Por tanto, el tratado de Roma no contiene referencias relativas a la forma como la Corte Penal Internacional podría vincularse con otros tribunales del sistema de justicia penal internacional.
Finalmente, tal como se observa en las líneas precedentes no existe un vínculo normativo entre la Corte Penal Internacional y los tribunales Ad-Hoc . No obstante, es innegable que la valiosa y extensa jurisprudencia del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda servirán como referente en el desarrollo del trabajo jurisprudencial de la CPI.
