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Reportaje A Fondo

Las ‘mulas’ desaparecidas de la droga

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La mayoría de presas bolivianas en Brasil están acusadas de transportar cocaína. Son el eslabón más débil de un negocio en el que estas mujeres encuentran una salida económica

São Paulo.-Al igual que sus 34 compatriotas bolivianas privadas de libertad en la Penitenciaría Femenina de Sant’Anna, en São Paulo, la vida de Gabriela A. dio un giro luego de aceptar llevar una maleta: un equipaje ajeno que, en medio de la ropa, escondía dos paquetes con casi dos kilos de cocaína. Para la policía brasileña, el hallazgo fue parte de un procedimiento de rutina en la ruta que une Corumbá, en la frontera con Bolivia, y la capital paulista. Para Gabriela, entregar el encargo significaba la posibilidad de cobrar 500 dólares para empezar una nueva vida junto a sus hijos de 20 y 15 años.

“No me gustaría que vengan otras personas. No se lo deseo a nadie porque es muy triste y muy difícil estar aquí”, dice. Su llanto se pausa cuando se traslada a los platos que cocinaba y que en los tres meses que lleva privada de libertad se han convertido en un anhelo constante: charque, lambreado de conejo, pique macho. Su relato zigzaguea entre recuerdos como esos y mensajes de arrepentimiento.

Lo que más le preocupa en la cárcel es que nadie nunca más supo de ella. Ni su madre, ni su hijo menor, con quienes vivía en Cochabamba, en el centro de Bolivia, ni su hijo mayor, que vive en Santa Cruz, en el oriente del país. Gabriela cruzó la puerta de su casa y se despidió de los suyos avisando que estaría afuera apenas unos días, pero nunca más volvió.

Cuando la detuvieron, la policía retuvo todas sus pertenencias incluyendo su celular, donde tenía los contactos de sus familiares, de sus jefes, de sus amigos… “Ahorita es como si estuviera desaparecida para ellos”, dice angustiada.

De acuerdo a la Constitución brasileña, el protocolo de encarcelamiento incluye una notificación a los familiares directos de las presas, pero no todos los agentes lo ofrecen. En el caso de Gabriela y otras mujeres bolivianas en prisión, es el consulado de Bolivia quien tiene la misión de hacer llegar esta información a su círculo cercano, pero en este caso eso nunca sucedió.

Gabriela no entiende bien el portugués. Pasa sus días trabajando en el taller de manualidades de la cárcel esperando que ocurra algún milagro: que sus hijos tengan noticias sobre ella o que el tiempo pase rápido. Gabriela está desaparecida para su familia.

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De acuerdo a la Secretaría Nacional de Políticas Penales del Brasil (Senappen), en diciembre de 2022 se contabilizaron 27.547 mujeres en presidios femeninos del país y 91 son bolivianas. “La droga no es de ellas, sino de alguien que las contrata para pasarla. En el puesto fronterizo Esdras, entre Brasil y Bolivia, durante el primer semestre de 2023, fueron realizadas 12 aprehensiones de droga. Podría asegurar que la mitad fueron mujeres bolivianas usadas como mulas”, dice Erivelto Alencar, el jefe de la Secretaría de Ingresos Federales de Brasil en la ciudad de Corumbá.

Según estudios citados por un informe del Instituto Transnacional y la Oficina de Washington para América Latina (WOLA), alrededor del 70% de las mujeres privadas de libertad “se encuentran en prisión por estar involucradas en actividades de microtráfico no violento”. Muchas de ellas son cabeza de familia. En el caso de las migrantes bolivianas en Brasil, muchas son también víctimas de tráfico de personas, amenazas, engaños, violencia y hasta retención de documentos.

Una vez detenidas, son descartadas por el sistema de pandillas que las contrataron o forzaron a entrar a esa situación, pero sobre todo se convierten en desaparecidas para sus familias. Ante esa situación de indefensión, las asistentes sociales y redes de apoyo conformadas en gran parte por Iglesias y grupos de mujeres cargan al hombro la responsabilidad de ayudarlas en la cárcel.

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A unos 1.400 kilómetros de São Paulo, en Corumbá, en el límite fronterizo con Bolivia, otra boliviana figura como desaparecida para su familia. Wara Pérez Zapana, una mujer de 23 años, mirada quieta y que habla a susurros, salió un día a principios de mayo de su casa en Irupana, una localidad de la provincia de Sud Yungas, en el departamento de La Paz. Se despidió de sus hijos de 7, 4 y 2 años y no volvieron a saber de ella.

Wara necesitaba dinero para pagar un préstamo que adquirió junto a su marido en el banco. Los 60 bolivianos (unos 8 dólares) diarios que recibía por un trabajo de ocho horas en el campo no eran suficientes. Los gastos asociados a una enfermedad de su padre y las ganas de invertir en un terreno que su suegra les había entregado la motivaron a endeudarse. Luego, la presión por pagar se transformó en un infierno que la hizo entrar en otro: tomó una maleta, subió a un taxi, fue detenida por la policía brasileña y su familia no volvió a verla.

Wara dice que no quiere preocupar a su familia, pero aunque quisiera enviar señales de vida, no tiene cómo hacerlo. No ha visto al cónsul, no tiene abogado propio y depende del defensor público. Tampoco habla portugués y toda la ayuda que ha recibido ha venido de parte de la pastoral carcelaria.

La ausencia de noticias de familiares se convierte en un pasaje progresivo hacia la violencia emocional. En el caso de las mujeres bolivianas, existe un limitante aún mayor. La norma permite realizar llamadas sólo dentro del territorio brasileño. “Son abandonadas. Y cuando intentamos llamar a las familias y uno de los números está incorrecto es muy frustrante”, dice Marciene Amorim, psicóloga en el Patronato Penitenciario de Corumbá.

“La mayoría de las bolivianas hacemos esto por necesidad, por nuestros hijos”, se lamenta Wara. Aceptó llevar 6 kilos de cocaína por unos 600 dólares, aunque nunca llegó a recibir más dinero que el necesario para pagar el transporte hasta su destino final en São Paulo.

En Brasil, la criminalización de drogas se aplica mediante la llamada Ley de Drogas. El hecho de que no exista regla que especifique la pena en función a dicha cantidad, y de las circunstancias de transporte, hace que cada caso sea analizado de manera individual. Rige la interpretación de la ley de cada juez. “La guerra contra las drogas encarcela a personas negras, pobres, mujeres vulnerables”, explica Cátia Kim, coordinadora del Instituto Tierra Trabajo y Ciudadanía (ITTC).

En términos generales, la pena base es de cinco años pudiendo llegar a 15 en función de las causas que agraven la condena. “Cualquier práctica relacionada a la droga es crimen. Sobre esa base, se construyó el sistema punitivo de la legislación del Brasil”, concluye Kim.

El hecho de que no exista regla que especifique la pena en función a la cantidad de droga y circunstancias de transporte en la legislación brasileña hace que cada caso sea analizado de manera individual. Rige la interpretación de la ley de cada juez. “Sabido es que muchas mujeres bolivianas trabajan como mulas. A veces son liberadas, en el caso de tener hijos, cuidados de familia, pero si tienen grandes cantidades de droga, se debe constatar con otras informaciones”, explica el juez Idail de Toni Filho de la primera sala penal de Corumbá.

El tribunal es cauteloso a la hora de sacar conclusiones: contrapone el relato de las detenidas con las pruebas y las contradicciones de cada caso. “Objetivamente, si la mujer está con maleta y droga en dirección a São Paulo y admite que la estaba cargando, es un hecho. Dicen que fueron engañadas y es posible, pero no hay como constatar. Debe ser demostrado. ¿Recibieron dinero siendo engañadas?”, analiza el juez.

Wara entró a la penitenciaría femenina de Corumbá en régimen de prisión preventiva. “Mi proceso está abierto. El juez me dijo que debía comprobar que tuviera hijos”. El pasado 2 de junio, el juez le otorgó libertad provisional pero con la condición de presentarse mensualmente al juzgado para informar dónde vive y qué actividades hace.

La ausencia diplomática

Es lunes por la mañana y apenas se ve movimiento a las afueras de la Penitenciaría Femenina Carlos Alberto Jonas Giordano de Corumbá. Un guardia se asoma por la rejilla de la puerta principal del penal de mujeres. No hay nadie en el frontis. Apenas pasa una carreta y casi no hay movimiento de carros en este lado de la ciudad. Se escuchan algunas voces a pocos metros, justo donde comienza la cárcel masculina, separada solo por un muro de la femenina: unas cuantas mujeres –novias, esposas, hermanas, madres, amantes– asisten para saber información de sus seres queridos o entregar algo de comida o útiles de higiene personal.

El contraste se manifiesta en cada día de visita: el lado masculino no da abasto. El femenino apenas recibe algunas visitantes, casi siempre hermanas o madres, pocas veces el marido o pareja. En la cárcel, se replican dinámicas que también se dan en libertad: los cuidados y las visitas suelen ser asumidos por mujeres.

“Cuando encarcelamos a las mujeres, castigamos a familias enteras”, dice Jorge López Arenas, ex director nacional del Régimen Penitenciario de Bolivia, en el informe Mujeres, políticas de drogas y encarcelamiento. En los casos de Gabriela y Wara, ambas jefas de hogar, su aprehensión ha significado un terremoto familiar cuyas secuelas no son capaces de dimensionar.

La red externa de apoyo a las reclusas también es de mujeres. Judite Sales y Consuelo Clavijo son voluntarias de la Pastoral Carcelaria, una organización de la Iglesia católica que trabaja en prisiones. Ellas y el padre Khac visitan a las reclusas de la prisión de Corumbá para darles asistencia religiosa. “Estamos para escucharlas y apoyarlas espiritualmente”, dice el sacerdote. Sin embargo, para aliviar la angustia de la mayoría de las mujeres migrantes reclusas, tratan de ayudarles a contactar de nuevo con sus familias. “Intentamos ayudarlas, están aisladas y lo peor es que fueron engañadas”, dice Sales.

Ella y su compañera se sostienen, incansables, con la misma fortaleza de las reclusas. En la mañana del 24 de mayo se reunieron con el juez local de Corumbá para conversar sobre algunos de los casos. Buscan apoyo logístico y trabajan con las asistentes sociales de la penitenciaría, contactan con los defensores públicos y organizan donaciones. “Queremos ligarlas a sus familias. Para las personas migrantes encarceladas es muy difícil”, dice Clavijo, boliviana que vive hace 45 años en Corumbá.

La soledad de las internas tiene varias capas. No solo asumen el aislamiento social por la reclusión, sino que muchas veces se agudiza por la falta de diligencia de la burocracia y los representantes oficiales de su país. “Nunca escuché que el cónsul de Bolivia fuera a la prisión femenina”, dice Marciene Amorim, psicóloga del Patronato Penitenciario de Corumbá.

En la ciudad con la mayor proporción de habitantes bolivianos en Brasil, el rol del consulado es fundamental. “No es una obligación pero lo hacemos para no llegar con las manos vacías”, dice Simons William Durán, cónsul de Bolivia en la ciudad fronteriza, mientras exhibe sobre su escritorio un kit de higiene que, según dice, entrega a sus compatriotas. Su oficina tiene apenas tres funcionarios, pero Durán dice que se las arreglan para darles acompañamiento. “Yo no soy dios para juzgarlas. Les doy un abrazo a todas por igual”, asegura el cónsul. La pastoral carcelaria, el juez local, el defensor público y las propias internas reconocen que sólo han visto al diplomático un par de veces, que no suele estar disponible cuando lo han citado y que las reclusas no tienen asesoría legal o apoyo para comunicarse con sus familiares. Algunas de ellas apenas han recibido un kit de higiene cuyo contenido solo cubre un mes de estancia. El apoyo de organizaciones sociales y religiosas es fundamental para contrarrestar la ausencia diplomática.

Las más castigadas

“En América Latina, es más grave contrabandear cocaína […] que violar a una mujer o matar voluntariamente al vecino”, comienza el prólogo de Adicción Punitiva (2012), un estudio de Rodrigo Yepes, Diana Guzmán y Jorge Parra Norato. “En América Latina existe desde 1950 una tendencia generalizada a incrementar los montos de penas con los que se castigan los delitos de drogas”, concluyen los autores.

Por otro lado, este delito en Brasil es una causa de encarcelamiento más frecuente en mujeres que en hombres. “Brasil es el tercer país en el mundo con más encarceladas. El tráfico de drogas representa el 56,16% de los crímenes por los cuales las mujeres cumplen penas mientras que en los hombres ese porcentaje es del 38,72%”, dice Rosângela Teixeira, socióloga del Grupo de Investigación en Seguridad, Violencia y Justicia de la Universidad Federal del ABC en São Paulo.

“El sistema falla con todas ellas, no sólo con las bolivianas. Se encarcela mucho, y a los ojos de la defensa, de forma innecesaria. La ley procesal penal prevé varios requisitos para que una persona sea presa y muchas veces se los pasa por arriba”, dice Vítor Calasanz, defensor público de la ciudad de Corumbá que atiende a un promedio mensual de 50 internas en la penitenciaría femenina de esa ciudad.

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María Cerrudo Gómez lleva dos meses en la cárcel de Sant’Anna, en São Paulo, pero ya ha aprendido ciertos códigos del encierro. Baja la vista, toma sus manos por detrás de la espalda y espera paciente frente al muro de la sala. Se encuentra en prisión preventiva y dice que su única preocupación son sus tres nietos que quedaron solos a cargo de su madre en silla de ruedas. Aceptó llevar casi dos kilos de cocaína por 500 dólares que nunca recibió. Antes de llegar a destino, en São Paulo, fue interceptada por la policía y no sabe bien si fueron sus nervios, su falta de experiencia o alguien más que la delató.

“Realmente no me explicaron. Pido perdón por el error que cometí. Me arrepiento porque son mis nietos los que están pagando ahorita esto. No sé nada de ellos”, dice. “Me dejé tentar con el diablo, no lo escuché a Dios”. La mujer aceptó llevar la droga porque el dinero que ganaba limpiando casas y lavando ropa no era suficiente para mantener a su madre enferma y a sus nietos, de las que estaba a cargo desde que su hija se fue a Chile. “Supuestamente se fue a trabajar, a darles una vida mejor a mis nietos. Pero hace más de dos años que no sé nada de ella. No sé si estará viva, si estará muerta”, dice Cerrudo.

La mujer está desaparecida para su familia desde el pasado 8 de abril, cuando salió de su casa en Santa Cruz y nunca más supieron de ella. En una visita reciente del cónsul boliviano en São Paulo a la cárcel, le dio un número de teléfono para localizar a una señora que a veces cuida a sus tres nietos. Ellos son su mayor preocupación. Pero no ha recibido noticias. Mientras espera a conocer su condena, sigue atenta a cualquier mensaje que la conecte de nuevo con los suyos.

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Las heridas y los interrogantes que siguen abiertos tras 40 años de la toma del Palacio de Justicia

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El operativo de la extinta guerrilla del M-19 y la reacción militar, en pleno centro de Bogotá, dejaron un centenar de muertos, una docena de desaparecidos y una cúpula judicial masacrada

Bogotá.-“Por favor, que nos ayuden, que cese el fuego. La situación es dramática.(…) Divulgue a la opinión pública eso, para que el presidente dé la orden”, suplicó Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia de Colombia, en Radio Todelar. Era la tarde del 6 de noviembre de 1985 y la sede de la cúpula de la rama judicial de su país, el Palacio de Justicia de Bogotá, era un campo de guerra. 35 guerrilleros del M-19, un grupo de origen urbano y dado a los golpes mediáticos, había entrado a sangre y fuego con la bandera de obligar a los magistrados a hacer un “juicio” al presidente Belisario Betancur, a quien acusaban de haberlos traicionado en una negociación de paz que ya estaba abocada al fracaso. La reacción, que el mandatario dejó en manos de los militares, fue incluso más sangrienta. El edificio terminó calcinado, 11 de los 25 magistrados de la Corte Suprema fueron asesinados, miles de expedientes de todo tipo se perdieron.

En una larga historia de violencia política como la colombiana, los hechos del Palacio siguen especialmente vigentes. Incluso más que otros episodios más mortíferos y más recientes. En 1989, por ejemplo, el narcotraficante Pablo Escobar hizo estallar un avión que despegaba de Bogotá a Cali, y dejó 110 muertos. En 2000, paramilitares asolaron el corregimiento de El Salado, en la región Caribe, y dejaron más de 100 personas muertas, según la Fiscalía. Y en 2002, la guerrilla de las FARC atacó la iglesia del pueblo de Bojayá, en el Chocó, y asesinaron a por lo menos 74 civiles. Las circunstancias, por el lugar del ataque, la importancia política de las víctimas o la visibilidad de lo ocurrido, marcan la diferencia. Y por eso un episodio que en Colombia se ha denominado “holocausto” ha ocupado una atención en el periodismo o en las artes, solo comparable el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, y el posterior Bogotazo.

Además, la rama judicial ha sentido el ataque como un dolor permanente. Los magistrados asesinados eran colegas, profesores, jefes e incluso familiares de muchos abogados de las siguientes generaciones, y su muerte dejó una impronta que aún hoy lamente la justicia.

Además de esa herida abierta, el debate por la toma y la retoma es tan vigente y pugnaz que de él participa el presidente Gustavo Petro, quien fue miembro del mismo M-19 y, si bien no participó en la toma, ha defendido un relato que reduce la responsabilidad de sus antiguos camaradas. Es tan sensible el asunto que recientemente una juez ordenó eliminar un diálogo de una película sobre el Palacio; es tan vigente que este miércoles el expresidente Álvaro Uribe Vélez ha propuesto una nueva norma “que a los militares que participaron en el rescate del Palacio de Justicia, condenados o todavía en investigación o juicio, les conceda todos los beneficios equivalentes a una sentencia absolutoria”.

La actualidad de lo ocurrido hace cuatro décadas pasa por las preguntas sin respuesta. Una de ellas tiene que ver con la protección de los magistrados. Pese a que se había develado un plan de la guerrilla para atacar el Palacio, una noticia que había llenado titulares de prensa, y a que varios magistrados habían recibido amenazas de muerte, la seguridad del Palacio había sido reducida el 5 de noviembre. “Yo quisiera tener la respuesta a la pregunta de quién dio esa orden”, dice Ángela María Buitrago, exministra de Justicia y quien como fiscal lideró la investigación penal por las desapariciones forzadas de una decena de personas, en manos de militares.

Ceremonia de entrega de los restos mortales de Gloria Isabel Anzola, una de las víctimas femeninas del asalto, en Bogotá, el 10 de diciembre de 2019.Juancho Torres (Anadolu Agency via Getty Images)

Otra pregunta sin respuesta clara son los motivos del ataque. El M-19 emitió una proclama desde el Palacio sobre la que llamó Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre. “Convocamos al juzgamiento público de unas minorías apátridas que han hecho fraude a los anhelos de paz y traicionando las exigencias de progreso y de justicia social a la nación entera”, dice en una de sus frases centrales, para luego exigir a los principales medios de comunicación la difusión del proceso que soñaban. “Señores magistrados: tienen ustedes la gran oportunidad, de cara al país, y en su condición de gran reserva moral de la República, de presidir un juicio memorable”, se lee más adelante.

Pero la sombra del narcotráfico ha planeado sobre lo ocurrido desde 1985, pues los guerrilleros coincidían en una demanda de los narcotraficantes. “Mediante un impopular escandaloso Tratado de Extradición, se entrega nuestra juricidad –la más creciente y novedosa de todas las entregas–, que es golpe mortal contra la soberanía nacional», se lee en la misma proclama. Aunque, sobre todo personas cercanas a Pablo Escobar han dicho que el capo pagó a la guerrilla por el ataque, intentando evitar que la Corte Suprema avalara ese tratado, al que se oponían a sangre y fuego. Quien fuera al lugarteniente, Jhon Jairo Velásquez, Popeye, es una de esas fuentes; otras han sido Virginia Vallejo, amante del narco, o el jefe paramilitar Carlos Castaño. La pregunta sigue en el aire, pues no hay pruebas ni es claro que una atrocidad de ese tipo tuviera el efecto esperado. Lo más cercano a una respuesta, de acuerdo con una Comisión de la Verdad conformada por las altas cortes en 2005 para esclarecer los hechos del Palacio, es señalar esta como una hipótesis probable. “Todo indica, entonces, que hubo conexión del M-19 con el Cartel de Medellín para el asalto al Palacio de Justicia”, se lee en su informe final.

Un tercer interrogante es hasta dónde los militares asumieron el poder real durante esas horas. El entonces ministro de Justicia, el político liberal Enrique Parejo, argumentó que se dio un vacío de poder, en el que fueron los generales quienes decidieron qué hacer. Pero su entonces colega de Gobierno, Jaime Castro, publicó un libro dedicado a argumentar que no hubo tal, y que la decisión de responder con la fuerza vino de Betancur y su Gobierno, que temía que darle juego a los guerrilleros hubiera llevado a que estos lograran un levantamiento popular y se tomaran el poder.

El cuarto interrogante gira alrededor de la responsabilidad por cada asesinato, cada desaparición, cada decisión en las más de 27 horas de combates e incendios. Investigadores, periodistas e interesados se han topado con todo tipo de problemas para encontrar pruebas suficientes de lo ocurrido. En algunos casos, los testigos dan versiones encontradas; en otros, los testigos han muerto -esos días, o en las cuatro décadas que han pasado-; en unos más, la falta de pruebas de balística o la manipulación del Palacio por policías y militares antes de que llegaran los funcionarios judiciales impide tener las suficientes pruebas técnicas.

Quizás la más significativa de las preguntas sin respuesta, que va de lo judicial a lo político, es si los militares sabían que el M-19 iba a hacer el ataque y lo permitieron, para así poder golpear con fuerza al M-19 en lo que algunos han llamado “operación ratonera”. Aunque los generales lo han negado de forma reiterada, los tres magistrados que lideraron entre 2005 y 2010 una comisión para investigar los hechos, le dan crédito a la ida. “La Comisión de la Verdad considera esta hipótesis como una de las más probables”, se lee en su informe final. Jorge Aníbal Gómez, José Roberto Herrera y Nilson Pinilla señalan que el Ejército estaba “vejado en su dignidad” y “herido en su amor propio” por acciones pasadas de una guerrilla especialmente mediática. Otros han adicionado que los militares estaban molestos con el presidente, que había adelantado diálogos de paz sin consultarles y contra su opinión.

Lo más complejo, según la exministra Buitrago, es que las respuestas a esas preguntas han variado, dejando un legado de desconfianza y poca credibilidad, como cuando los militares negaron conocer el plan del M-19. Y eso mantiene vivas y abiertas las heridas.

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Virginia Laparra, exfiscal guatemalteca: “Fui a la cárcel por una persecución política contra mí”

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Detenida en 2022 tras denunciar corrupción judicial, vive ahora en el exilio y denuncia una estrategia sistemática para silenciar a quienes luchan contra la impunidad

Virginia Laparra (Quetzaltenango, Guatemala, 45 años) luchó durante años contra la corrupción en su país. Miembro de la Fiscalía Especial contra la impunidad, una institución auspiciada por Naciones Unidas para investigar las redes corruptas en las altas esferas del poder, fue detenida en 2022 por denunciar a un juez que había filtrado información confidencial. La acusación le valió una condena de cuatro años de cárcel, de la que cumplió casi la mitad, en un proceso que Amnistía Internacional calificó de represalia política y que finalmente la empujó al exilio. “La experiencia en la cárcel es ensordecedora e inaguantable” e “iban a hacer todo lo posible para no dejarme salir jamás”, afirma durante una reciente entrevista en Madrid, en el marco de un viaje a Reino Unido para recoger el Sir Henry Brooke Award, un reconocimiento internacional a su labor como defensora de derechos humanos.

Pregunta. Desde el año 2000, decenas de funcionarios del Poder Judicial se han exiliado de Guatemala. ¿Existe una persecución política contra los juristas?

P. Usted se exilió tras pasar dos años en la cárcel. ¿Cómo la detuvieron?

R. Tenía que viajar a Ciudad de Guatemala desde Quetzaltenango para una audiencia. Salí temprano de la oficina, pero me encontré con una escena propia de la captura de un narcotraficante: patrullas cruzadas, militares con armas largas y pasamontañas. Me estaban esperando y me dijeron que había una orden de detención contra mí.

P. ¿De qué la acusaban?

R. De haber denunciado administrativamente actos de corrupción cometidos por el juez Lesther Castellanos, que resultó ser efectivamente corrupto. Denunciar administrativamente a un juez no puede ser considerado un delito. Y lo hice, en 2017, porque había filtrado información confidencial de un caso de corrupción ya cerrado.

P. En su primera condena, a cuatro años de cárcel, Amnistía Internacional la consideró una prisionera de conciencia.

R. Fui a la cárcel por una persecución política contra mí, no por una causa jurídica. El fin era mandar un mensaje: que luchar contra la corrupción de alto nivel tiene consecuencias. Yo sabía que podía terminar en prisión, porque desde 2018 y hasta mi detención, sufrí años de hostigamiento constante con campañas de difamación contra mí y mensajes amenazantes en redes promovidos por el juez y la Fundación Contra el Terrorismo.

P. ¿Quiénes forman esta fundación?

R. La crearon militares con el fin de defender a personas acusadas de delitos de lesa humanidad, como al [exdictador Efraín] Ríos Montt.

P. ¿Qué ocurrió tras su detención?

R. Me llevaron a la capital [Ciudad de Guatemala] para mi audiencia [ante el juez] en una patrulla durante la madrugada. En el camino, uno de los agentes me dijo: “No sabemos si va a salir viva de ahí”. Más que amenaza, fue una advertencia de lo que sabían que podía pasarme en el sistema penitenciario. Me aconsejaron que hablara lo menos posible. Yo era la quinta de cinco fiscales que capturaron aquel mes. Pero mientras mis compañeras esperaron a su comparecencia ante el juez en un lugar habitual de detenciones, a mí me llevaron a una carceleta.

P. ¿Qué es exactamente?

R. Es donde llevan a los presos peligrosos y es como una jaula en la que no tienes ni espacio para pararte, porque hay demasiadas personas privadas de libertad. Me mantuvieron toda una noche y, cada vez que intentaba conciliar el sueño en el piso, me levantaban y me despabilaban. Después me ingresaron en la Cárcel Militar Mariscal Zavala y, tras unos días, con mis cuatro compañeras.

La exfiscal guatemalteca Virginia Laparra, en la sede de Madrid de Amnistía Internacional.
Álvaro García

P. Estuvo presa casi dos años.

R. Fui la primera de mis compañeras en recibir la condena y la última en salir. Pero todas nosotras nos negamos a aceptar los cargos que nos imputaban.

La experiencia en la cárcel es ensordecedora e inaguantable.

P. ¿Otras personas sí los aceptaron?

R. Sí, eran obligados a aceptar los cargos a cambio de dejarlos en libertad. Les decían que si no lo hacían terminarían como yo. Y no los juzgo, porque la experiencia en la cárcel es ensordecedora e inaguantable.

P. ¿Cómo le afectó?

R. En todos los sentidos. Si con el trato tan cruel que recibí en prisión yo no estoy muerta o [el periodista] José Rubén Zamora no está muerto es porque nos hemos aferrado a algún impulso para seguir viviendo. En mi caso, sobreviví porque mis hijas me hacían prometerles, cada que venían, que seguiría allí la próxima vez que pudieran regresar.

P. Pero su salud se deterioró.

R. Sí, fue degenerando considerablemente. El primer año me negaron totalmente la asistencia médica, y cuando por fin logré que me llevaran al hospital, tuvieron que operarme y quitarme la matriz. Después, me tuvieron que hacer otras cuatro operaciones de emergencia. No me dieron ni la posibilidad de recuperarme, porque tras la operación, me mandaban a la prisión. Pero, además, la estancia en prisión te afecta mucho emocionalmente cuando eres madre y no puedes seguir cuidando a tus hijos.

Nadie se exilia voluntariamente. Es lo último que te queda para poder defender tu vida

P. Otras cuatro mujeres fueron encarceladas con usted. ¿Había un ataque concreto contra las mujeres?

R. Es evidente, porque nosotras éramos más fáciles de encontrar. Tres teníamos hijos menores de edad y otra compañera estaba a cargo de sus papás. Nuestro rol familiar hacía más probable que no nos escondiéramos. Pero, además, nos fotografiaban en las audiencias y difundían nuestras imágenes en redes para difamarnos.

P. ¿En qué momento decidió exiliarse?

R. Tras salir bajo arresto domiciliario, me dediqué a litigar el segundo proceso abierto en mi contra. Me condenaron de nuevo en junio de 2024 a cinco años de prisión y tenían al menos otros cinco procesos abiertos contra mí en el Ministerio Público. Era evidente que en la próxima audiencia judicial iban a ordenar mi detención y que iban a hacer todo lo posible para no dejarme salir jamás.

P. ¿Cómo pudo salir?

R. Estaba en arresto domiciliario y no podía salir del país, pero lo hice. Tuve que dejar a mis hijas y ahora no puedo regresar a mi país. Nadie se exilia voluntariamente. Es lo último que te queda para poder defender tu vida.

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La ONU alerta de «hambre récord» en Haití y asegura que las necesidades se disparan

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EFE

Proyecta que hasta junio próximo una cifra récord de 5.7 millones de personas, más de la mitad de la población, experimentarán inseguridad alimentaria aguda

Puerto Príncipe.-El Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas alertó este jueves de que la escalada de violencia, los desplazamientos, la inestabilidad económica y las interrupciones en la producción local de alimentos están provocando un «hambre récord» en Haití, con millones de personas en riesgo, lo que hace que las necesidades se disparen.

Según un comunicado de esta agencia de la ONU, el último informe de la Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria en Fases (IPC en sus siglas en inglés) proyecta que hasta junio próximo una cifra récord de 5.7 millones de personas, más de la mitad de la población, experimentarán inseguridad alimentaria aguda.

De ellas, se prevé que poco más de dos millones afronte hambre en nivel de emergencia y que 8,400 personas encaren el nivel de catástrofe, el más crítico de inseguridad alimentaria con escasez extrema de alimentos, desnutrición aguda grave y riesgo de inanición.

Ante esta situación, el PMA y sus socios han extendido de forma significativa sus operaciones en Haití, alcanzando a más de 1.3 millones de personas en lo que va de año, de ellas un millón en marzo, lo que supone una cifra récord de ciudadanos asistidos en un solo mes, pero, advirtió la organización, «las necesidades superan los recursos disponibles».

Este 2025 esta agencia de Naciones Unidas ya ha suministrado 740,000 comidas calientes a más de 112,000 personas recientemente desplazadas, así como dinero en efectivo para alimentos y apoyo para prevenir la desnutrición infantil, además de haber conseguido acceder a zonas controladas por los grupos armados y entregar alimentos esenciales a comunidades de difícil acceso en Croix-des-Bouquets, Cité Soleil, Lower Delmas y La Saline.

«En este momento, luchamos para contener el hambre. Sin los inmensos esfuerzos que ya se están realizando, la situación sería mucho peor», dijo la directora de País del PMA en Haití, Wanja Kaaria.

Violencia extrema

«Para seguir el ritmo de la creciente crisis, hacemos un llamamiento a la comunidad internacional para que brinde apoyo urgente; sobre todo, el país necesita paz», agregó Kaaria, quien afirmó que el PMA necesita urgentemente 53.7 millones de dólares para continuar sus operaciones vitales en Haití durante los próximos seis meses.

Haití vive una crisis multidimensional y una violencia extrema, en especial en la zona metropolitana de Puerto Príncipe, en un 85 % bajo control de las bandas armadas.

La Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad (MSSM), liderada por Kenia y con el aval de la ONU, no ha conseguido resultados tangibles frente a esta violencia, que ha obligado a más de un millón de personas a abandonar sus hogares y convertirse en desplazadas.

  • En 2024 la violencia causó en Haití al menos 5,626 muertos (un millar más que el año anterior), 2,213 heridos y 1,494 secuestrados, según datos verificados por la ONU.

A finales de marzo pasado, el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, informó de que al menos 4,239 personas fueron asesinadas y 1,356 heridas en Haití entre julio y febrero pasados con armas que llegan ilegalmente del extranjero, pese al embargo de armamento impuesto por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

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