Opinión
La generación periodística de la década de los sesenta
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11 años agoon
Por Juan Bolívar Díaz
Tengo que dar gracias a Dios y a la vida por todos los premios recibidos en una existencia que se aproxima peligrosamente a la curvita resbaladiza de los setenta. Tendría que dar gracias a tanta gente que es imposible identificarlas, como a todas las compañeras y compañeros del ejercicio periodístico de ya 46 años. Siempre he querido vivir acompañado, en proyectos colectivos, ya que no me ajustan los botes salvavidas individuales, convencido como José Agustín Goytisolo de que “un hombre solo/ una mujer/ así tomados de uno en uno/ son como polvo/ no son nada”.
Si lo que hoy se me reconoce generosamente es el trabajo y un ejercicio profesional respetuoso de la ética y consagrado a los principios fundamentales de la comunicación, que empiezan por hacer común los bienes, los sueños y las luchas de los seres humanos, entonces este premio tiene muchos propietarios.
Del carril y sus cicatrices. Lo que he podido ser y hacer se lo debo en gran medida a mis orígenes junto a “la caña, la yerba y el mimbre”, con los desfiladeros de miel y cristales marineros de los pueblos pequeños y vírgenes, que certificó el poeta nacional Pedro Mir. De esos carriles y sus cicatrices salió mi impulso inicial. Y si sigo habitado por la insatisfacción y la decisión de luchar por lo que entiendo el bienestar colectivo, debe haber sido por herencia de la rebeldía que corrió por la llanura oriental en la sangre de aquellos que, como Gregorio Urbano Gilbert, dieron ejemplo de auténtico sentimiento nacionalista. Aunque los manipuladores de la historia los llamaron gavilleros.
Me forjaron los ejemplos familiares, los maestros y sacerdotes que me tocaron, y aunque me hostilizaron en el seminario Santo Tomás por persistir en escuchar, sí religiosamente, las charlas radiofónicas de Juan Bosch, 1961-62, de allí salí dispuesto a militar en el equilibrio de los dos mandamientos, amar a Dios y al prójimo.
El compromiso definitivo me lo impuso la revolución constitucionalista. En ella dirigí mi primer periódico, el semanario Diálogo, cuando culminaba el primer año universitario, mediante el cual los jóvenes católicos defendimos los anhelos democráticos de nuestro pueblo y la soberanía mancillada por la invasión extranjera. De aquella sangre, de esos días aciagos de dolor e impotencia, nacieron y se reprodujeron las energías libertarias de la generación periodística de los 60, de la que sería parte. México puso ingredientes importantes en mis esencias, especialmente cuando caí en la Escuela de Periodismo, la Carlos Septién García, fundada en 1949 por periodistas católicos, comprometidos con un ejercicio ético y social. En el bosque de Chapultepec escuché a León Felipe, el sublime poeta español del éxodo y del llanto, predicar: “nadie fue ayer/ni va hoy/ni irá mañana hacia Dios/por este camino que yo voy/para cada hombre guarda/un rayo nuevo de luz el sol/y un camino virgen Dios”.
Primer tropiezo con el poder. De regreso al país, al comenzar el 1968, se me abrieron generosamente los caminos. Los periodistas profesionales eran solo unos puñados salidos apresuradamente de la Escuela de Periodismo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, y yo era el primer dominicano que había completado una carrera de periodismo en el exterior.
Apenas tomaba el pulso al país cuando tuve el primer tropiezo con el poder. El presidente Balaguer celebraba la mitad de su primer Gobierno y en una rueda de prensa televisada se me ocurrió recordarle sus dos compromisos básicos de campaña, que devolvería la paz al país y reduciría el costo de la vida, indicándole que los continuos asesinatos políticos y la elevación del costo de la vida me inducían a preguntarle si alcanzaría sus dos objetivos básicos “en los dos años que le quedan”. El mandatario reaccionó iracundo tratando de aplastarme. Creo que lo que más le molestó fue la impertinencia de decirle que le quedaban dos años de Gobierno. Aquel incidente me lanzó de repente al estrellato periodístico, porque me paré dos veces para sostenerle un animado diálogo, y al día siguiente muchos andaban preguntando de dónde salió el muchacho, 23 años tenía, que sacó de quicio a Balaguer. René Fortunato, en su documental La Violencia del Poder, sintetizó el impasse, que me dejaría un sello.
Debo reconocer aquí que durante casi todos los años de sus gobiernos, Joaquín Balaguer ofreció ruedas de prensa, a veces hasta dos por semana, y con frecuencia se le planteaban cuestiones conflictivas. El presidente Medina batea para un anémico promedio de una en dos años, la de ayer, y parece que no le fue mal, por lo que debería replicarla siquiera a una por mes.
Aquellos años fueron muy difíciles para el ejercicio del periodismo, y para la libertad de expresión. En un ensayo sobre la contribución del periodismo nacional a la democratización del país, sostuve que el arrojo de los periodistas que mantuvieron la libertad de información y opinión fue determinante de que la nación no cayera en otra dictadura, ya que se llegó a prohibir entrevistar por radio y televisión a Juan Bosch, Francisco Peña Gómez y Rafael Casimiro Castro. Y no había libertad sindical, ni de manifestaciones políticas, ni elecciones plurales. Contamos cientos de asesinatos y presos políticos y miles de exiliados, con fuerzas armadas y policiales politizadas y un férreo control del Congreso y la justicia.
Por la profesionalización. Aún cuando casi siempre realizaba labores ejecutivas, primero en la radio y luego en periódicos y televisión, nunca abandoné la militancia en el Sindicato Nacional de Periodistas Profesionales (SNPP), que en realidad era una asociación. En esos años no levantábamos reivindicaciones laborales, y los conflictos en las empresas fueron más bien por razones éticas y del ejercicio periodístico. Éramos tan celosos de la ética profesional que en una asamblea destituimos la directiva porque recibieron apartamentos del ensanche Honduras de Balaguer.
En el Segundo Congreso Nacional de la Prensa, en 1974, lanzamos la plataforma de la profesionalización y colegiación de los periodistas y de un código de ética profesional. El reconocimiento del periodismo como profesión se había generalizado en el mundo occidental, y los colegios de periodistas habían contribuido a consolidar la libertad del ejercicio profesional y a elevar el nivel profesional y de vida de los periodistas. Convivían con los empresarios de la comunicación. Aquí hubo una oposición tan absoluta que dividió a los periodistas y a los periódicos, y durante años el sector no fue modelo de diálogo, hasta que tras la democratización que se inició en 1978 obligó a transar. La ley original de colegiación fue una transacción pactada, luego denunciada por la parte empresarial. Nunca hubo algo que impidiera la libre expresión y difusión. Solo se condicionaba a la graduación universitaria el ingreso como reportero o redactor. No así a ningún cargo ejecutivo, y jefes de secciones, ni a los articulistas, columnistas y colaboradores. Lo que predominaba era elevar la condición profesional, comenzando con los que estaban en ejercicio. No era exclusión, sino inclusión y superación, con normas éticas. Y además lo acompañamos de una contribución del 1% del ingreso publicitario para superación profesional y un instituto de protección social.
Perdida batalla de la ética. Me quemé en esas luchas, pues me tocó presidir la Comisión de Profesionalización y Colegiación del SNPP desde su constitución en 1974 hasta la Ley 148 de 1983. Pero los méritos fueron colectivos, como los de haber recorrido el país haciendo cursillos de fin de semana para elevar la capacitación de los periodistas.
Rindo homenaje a la memoria del padre Alberto Villaverde, al también jesuita José Luis Sáez, y a los colegas Rafael Núñez Grassals y Emilio Herasme Peña, así como a Juan Manuel García y al entonces novel Manuel Quiterio Cedeño que me acompañaron firmemente en esa misión formativa honorífica. Casi todos coincidíamos en el mismo propósito desde las aulas de la UASD, como lo atestiguan cientos de egresados que se multiplicaron en la medida en que el periodismo era reconocido como profesión y varias universidades abrieron la carrera.
Se alcanzó la profesionalización, pero hemos perdido la batalla por la prevalencia de los principios éticos. Hoy el periodismo está afectado por graves confusiones y dependencias de las relaciones públicas, incentivadas por partidos y gobiernos y por sectores empresariales. No es solo en la información sobre los poderes públicos y los partidos, sino también en ámbitos deportivos, del arte y las sociales. Una proporción significativa de los periodistas y comentaristas de los periódicos, TV y radio son asalariados del Gobierno, los ayuntamientos y otra instituciones estatales.
Una materia pendiente
Los periodistas son pluriempleados, con dobles y hasta triples jornadas de trabajo, porque la remuneración empresarial se quedó muy distante de la pública. Una encuesta de Adalberto Grullón y alumnos, con una muestra de los periodistas de los diarios y principales canales televisivos, arroja que el 39 por ciento tiene dos empleos formales y el 4 por ciento tres. El 29 por ciento trabaja 12 horas diarias y otro 20 por ciento algunas más. El promedio salarial de las reporteras de televisión es de 20 mil pesos. Pero cientos de ellos ganan entre 30 y 150 mil pesos en instituciones estatales.
Con la paga de las empresas periodísticas muy pocos pueden vivir dignamente, y el pluriempleo los empuja a la superficialidad, dificulta la investigación y degrada el periodismo. Con todo, muchos periodistas hacen esfuerzo por cumplir su misión profesional. La libertad de información y prensa están en grave aprieto por esta situación, que debe ser abordada francamente por los ejecutivos y propietarios de los medios y el Colegio de Periodistas.
Nunca predicamos neutralidad. Creemos, eso sí, en la objetividad, en el reconocimiento de la realidad más allá de nuestras preferencias, en el compromiso por desmenuzar los problemas y conflictos sociales, en el respeto por el derecho a la información, en la pluralidad y la diversidad. Proclamamos que todo comunicador tiene que promover la institucionalidad democrática, la justicia, equidad e inclusión social.
Dedico este premio a la legión periodística de los 60, en especial a sus mártires Orlando Martínez y Gregorio García Castro. Aunque espero vivir unos cuantos años más, estoy iniciando el retiro, por lo menos del cargo ejecutivo que hace más de 27 años ejerzo en Teleantillas, del que ya solicité relevo. Y no envejeceré ante las cámaras.
Artículo publicado originalmente en el periódico HOY.
Por Isaías Ramos
En el artículo anterior, “Cuando trabajar no alcanza”, mostramos lo esencial: en nuestro país hay trabajadores a tiempo completo que, aun cumpliendo con todo, no alcanzan el costo de la canasta básica. Hoy toca cerrar el círculo con una pregunta inevitable: si el Estado asegura que no tiene margen para indexar el ISR ni para acercar los salarios a la canasta, ¿cómo sí lo tiene para blindar exenciones y subsidios que ya rondan el medio billón de pesos al año?
La comparación es contundente: alrededor de RD$19 mil millones para cumplir la indexación —lo mínimo para que la inflación no se coma el salario por la vía del impuesto— frente a más de RD$500 mil millones en gasto tributario y subsidios no focalizados. Esa diferencia no es técnica; es moral. Es un impuesto silencioso al trabajo para sostener privilegios que casi nunca rinden cuentas.
No hablamos de milagros, sino de coherencia constitucional.
Primero derechos; después privilegios.
La indexación es justicia básica; que el salario cubra la canasta es dignidad mínima. Cuando eso no ocurre, todo lo demás se convierte en una transferencia regresiva: recursos públicos arriba y salarios de subsistencia abajo.
Lo vemos en historias como la de Marta, cajera en una tienda que abre seis días a la semana. Gana el salario mínimo del tramo superior y aun así no le alcanza para transporte, alimentos y educación básica de sus hijos. Todos conocemos una Marta. Su caso no es la excepción; es el reflejo de un modelo.
Reconocemos, sin ambigüedades, que ciertos sectores han traído inversión y empleo. Pero en un Estado Social y Democrático de Derecho, la prioridad no se discute: derechos primero, incentivos después. Si un sector recibe exenciones millonarias durante décadas, la contrapartida mínima es un salario mediano por encima de la canasta y una reducción verificable de la informalidad. Y si los beneficios se justifican por su aporte, ese aporte debe comprobarse con datos públicos.
Las preguntas son simples, y las respuestas deberían serlo también:
- ¿Cuál es su salario mediano y qué parte de la canasta cubre?
- ¿Cuál es su aporte fiscal neto, descontadas exenciones y transferencias?
- ¿Qué metas salariales y de formalización han cumplido —auditadas y con plazos—?
Si esas respuestas no existen, la falla no está en quien critica, sino en un modelo que evita mirarse al espejo.
Cuando miramos la región, el panorama se vuelve más claro y más crudo. Llevamos décadas creciendo alrededor de 5 % anual, más del doble del promedio latinoamericano. Sin embargo, datos del Banco Mundial muestran que menos de 2 % de los dominicanos ascendió de grupo de ingreso en una década, frente a un 41 % regional. Es una de las movilidades más bajas de América Latina: un motor económico de alta potencia montado sobre una carrocería social demasiado frágil.
A eso se suma un mercado laboral con alrededor de 55 % de informalidad, superando un promedio regional que ya bordea la mitad. Millones de personas trabajan sin contrato, sin protección y sin capacidad de negociación. Mientras tanto, el salario mínimo formal del sector privado no sectorizado —según el tamaño de la empresa— oscila hoy entre unos RD$16,000 en las microempresas y cerca de RD$28,000 en las grandes, y ni siquiera en su tramo superior alcanza el costo de la canasta familiar nacional, que ronda los RD$47,500, ni la canasta del quintil 1, situada en torno a RD$28,400. La mayoría de los trabajadores informales ni siquiera se acerca a esos montos.
Ahí está el nudo del modelo: un PIB que corre por delante del promedio regional, con salarios más bajos, más informalidad y menor movilidad que casi todos. Ahí es donde la retórica del “milagro” deja de coincidir con lo que millones viven cada día: jornadas largas, ingresos insuficientes y un crecimiento que no se traduce en dignidad.
Y, mientras tanto, la indexación —que solo evita que el impuesto castigue el salario— se presenta como inalcanzable. No lo es. Lo inalcanzable es pretender estabilidad congelando la protección del trabajador mientras se blindan privilegios que nadie revisa con lupa desde hace décadas. Eso no es estabilidad; es un subsidio a la precariedad.
La discusión no es “si hay dinero”, sino de dónde es justo que salga.
¿De quienes ya no pueden más, o de exenciones que llevan medio siglo sin evaluación seria?
¿De la nómina de la clase trabajadora, o de regímenes especiales convertidos en vacas sagradas?
En el Frente Cívico y Social entendemos que la guía es simple y está escrita en la Constitución. El artículo 62 establece, entre otras cosas, que es finalidad esencial del Estado fomentar el empleo digno y remunerado y, en su numeral 9, consagra el derecho a un salario justo y suficiente para vivir con dignidad. No es poesía; es mandato. Si el salario mediano de un sector no cubre la canasta, ese sector no cumple con la dignidad mínima. Y si además recibe exenciones, la obligación de rendir cuentas es aún mayor.
Y porque no hay dignidad sin desarrollo, no olvidemos lo esencial: salario digno es demanda interna, productividad futura y estabilidad social. Con sueldos de miseria no se construye un mercado interno robusto, no se fortalece el capital humano, no hay escalera de movilidad. Lo que se “ahorra” hoy en salarios bajos se paga mañana en menor crecimiento y mayor conflictividad.
En una frase: un país que se respeta no pone el privilegio por encima del salario, ni el incentivo por encima de la dignidad. Cuando la política honra esa jerarquía, la estadística deja de ser consuelo y se convierte en vida vivible.
Despierta RD.
Las escaseces de divisas, alimentos, medicamentos, salarios y servicios públicos, como la electricidad, etc., predominan y se agravan en Cuba, donde no ha estallado una poblada contra el orden socio-político instaurado principalmente por la comprensión ciudadana del inhumano bloqueo económico-financiero y comercial de Estados Unidos y su inspiración en el líder histórico de su Revolución, Fidel Alejandro Castro Ruz. Ese prodigio comprueba el poder de la ideología y la herencia de los sistemas de valores como pilares para mantener el control del Estado.Opinión
La Corte Penal Internacional y los tribunales penales internacionales (2 de 2)
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14 horas agoon
diciembre 5, 2025Por Rommel Santos Diaz
La naturaleza sui generis de los tribunales Ad-Hoc los constituye al mismo tiempo como jurisdicciones que tienen un carácter limitado tanto ratione temporis como ratione loci.El Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia solo tiene competencia para juzgar los crímenes cometidos a partir del 1 de enero de 1991 en el territorio de la Ex República Federal Socialista de Yugoslavia mientras que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda tiene una competencia temporal aún más restringida dado que sólo puede juzgar los crímenes cometidos durante el año 1994 en el territorio de Ruanda.
Por su parte, la Corte Penal Internacional es un tribunal permanente que tiene una competencia ratione temporis de carácter prospectivo, vale decir, se aplica sólo a los crímenes cometidos luego del 1 de julio del 2002, fecha de la entrada en vigor de su Estatuto. Además, su competencia ratione loci se basa en el principio de territorialidad y no en el principio de jurisdicción universal.
Por otro lado, conviene destacar que la forma de creación de los tribunales penales internacionales determina a su vez el modo como estos tribunales internacionales se relacionan con las jurisdicciones internas.
Así por ejemplo, la Corte Penal Internacional se rige por el principio de complementariedad en relación a la jurisdicción interna de los Estados. Esto tiene particular relevancia en los casos de competencia concurrente con la jurisdicción nacional, dado que la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y del Tribunal Penal Internacional no es complementaria de la jurisdicción nacional, sino que en su lugar se trata de una jurisdicción internacional que tiene primacía sobre las instancias nacionales.
Lo anterior permite que en cualquier estado de un proceso ante un tribunal nacional tanto el Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda puedan requerir a los tribunales nacionales la remisión del caso a sus respectivas competencias.
En relación a la existencia de mecanismos de cooperación judicial entre los tribunales penales internacionales, es pertinente subrayar que esta instituciones responden a principios distintos de aquellos que son propios del derecho penal internacional propios del derecho internacional privado y es en esta línea conservadora que ninguno de los estatutos de los tribunales internacionales contiene disposiciones específicas sobre cooperación entre ellos.
Así por ejemplo, el Estatuto de Roma regula las relaciones de cooperación y asistencia judicial sólo entre los Estados Parte y la Corte Penal Internacional y conforme al Artículo 2 de su Estatuto, se prevé en virtud del acuerdo entre la CPI y las Naciones Unidas, relaciones de cooperación con esta organización internacional.
Por tanto, el tratado de Roma no contiene referencias relativas a la forma como la Corte Penal Internacional podría vincularse con otros tribunales del sistema de justicia penal internacional.
Finalmente, tal como se observa en las líneas precedentes no existe un vínculo normativo entre la Corte Penal Internacional y los tribunales Ad-Hoc . No obstante, es innegable que la valiosa y extensa jurisprudencia del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda servirán como referente en el desarrollo del trabajo jurisprudencial de la CPI.
