Por Nelson Encarnación
A raíz de situaciones específicas suscitadas alrededor de nuestra agenda hacia Haití y su grave estado de deterioro, se ha sembrado la confusión en el sentido de que en el Gobierno del presidente Luis Abinader no todos los músicos tocan la misma partitura y que da la impresión de que algunos funcionarios priorizan su visión.
Nunca he creído en esa narrativa, aunque algunos servidores de la Administración a veces dan notaciones de que su criterio prima por sobre el jefe del Estado.
Lo que sucede—según mi corta visión—es que el presidente Abinader respeta el criterio ajeno, aunque al final el que prevalece es el suyo como jefe de la política exterior de la República Dominicana. Y, en definitiva, eso es lo que vale.
Nótese que quienes son señalados como compromisarios con una política laxa hacia Haití, y más que Haití hacia los haitianos, no pueden dar un paso más allá que expresar algunas opiniones disonantes respecto del criterio de la mayoría del pueblo dominicano de que tenemos un problema al lado.
Como una evidencia de que esas notas, eventualmente discordante, o voces desafinadas desde el propio Gobierno carecen de relevancia en los hechos, nos referimos a parte de lo expresado por el presidente en su discurso del 27 de febreros:
“Debe enviar un solo mensaje, a partir de los postulados iniciales de la política exterior: no hay ni habrá solución dominicana a los problemas de Haití; los problemas de Haití deben resolverse en Haití, mediante una fórmula de corresponsabilidad compartida, que no excluya a los haitianos, pero que garantice el compromiso de los que más deben y pueden, entre los países más desarrollados”.
Y remarcó: “Llamo desde aquí a un gran Pacto de Nación, para una política de Estado, firme, estratégica y uniforme que proteja y dé confianza al pueblo dominicano”.
Lo delineado por el presidente Abinader significa que no importa la opinión que tengan algún ministro u otro responsable en el Gobierno, la política hacia Haití es una y solo la traza él.
Creo que a partir de lo señalado por el presidente se deberían guardar los dardos, en particular contra el canciller Roberto Álvarez, pues al final sus opiniones no tendrán relevancia frente a su obligación de ejecutar la política exterior que pauta el gobernante.
Ha quedado evidenciado que la degradación institucional y de otros aspectos cruciales en Haití, no es problema para Estados Unidos ni de Canadá ni de la Unión Europea.
Tampoco lo es para Naciones Unidas que solo amaga, y menos para la Organización de los Estados Americanos que ni siquiera mira hacia allá.
En definitiva, el problema haitiano es a nosotros a quienes impacta.