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Opinión

¡Aquí, esperando a Godot!

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Por Andrés L. Mateo

A finales de los años sesenta del siglo pasado, nos pasábamos de mano en mano la obra de teatro “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett. Este texto dramático era un punto culminante de las tesis angustiosas del teatro del absurdo, que proliferaron en el mundo europeo luego de la quiebra de la razón que significó la segunda guerra mundial.

El atractivo del contenido de ese drama, para nosotros entrampados trágicamente en la historia en movimiento de los años sesenta, no es sino ahora que puede ser comprendido.

En el escenario, todo el acontecer de la obra se diluye en la desesperada situación de dos seres cuyas vidas transcurren en la vana y absurda espera de un personaje llamado Godot, que nunca aparece, pero que al cerrarse el telón ha sobredeterminado todos los actos. Godot es un referente vacío de significado, un significante que remite a otro significante, pero cada vez que es invocado en la obra, se abre una esperanza sublime que silenciosamente vuelve a sumirse en el absurdo.

¿En qué se parece a nosotros mismos, los de entonces y los de ahora, esa obra de Beckett? ¿Por qué nos encandilaba esa espera absurda, en unos años que parecíamos haber asaltado el protagonismo de la historia? ¿Qué pasta dura comenzaba a cuajarse en el alma de la pequeña burguesía dominicana, como una callosidad de la decepción de la historia, que nuestra aventura espiritual reivindicaba el absurdo?

Digo que es ahora cuando podemos explicarnos con claridad el influjo de ese libro sobre nosotros, porque hemos alcanzado el derecho a pasarle inventario a la vida, y uno puede mirar hacia atrás pensando que, como en la obra, también nosotros estábamos Esperando a Godot. Y es el caso que Godot nunca llegó.

¿Es que hemos dejado de esperarlo?

Por aquellos años, y en ciertos círculos, respondíamos al saludo ¿cómo estás? con la frase ¡Aquí, esperando a Godot! Y parecía que la expresión encontraba algún sentido profundo, alguna clave proveniente de las huecas tinieblas de nuestro acontecer, que nos reconciliaba con la vida, con la esperanza. Como si en el hondón del alma presintiéramos que nuestros sueños de igualdad y justicia serían despedazados, y que nuestro destino sería toda la vida esperar a Godot. Ese Godot del absurdo que era imagen ideal de la ausencia de corrupción, marco honorable de un proyecto social que incluía a todos, apertura celeste hacia un modo de vida que se convertiría en un sueño trágico, en una amarga emboscada del maldito tiempo circular que taladra nuestra historia.

Lo que yo no puedo explicarme es el por qué, en estos días que transcurren, cuando alguien me arroja un saludo, digo, muy hacia dentro de mí, ¡Aquí, esperando a Godot!

Y me zambullo en un paisaje con un rabo de nube- como dice el cantor- , y siento el sordo tropel de mi corazón en la sombra de una decepción que no puedo, o no sé nombrar. En la guerra de abril de 1965, nos quedamos esperando a Godot. Después de los fatídicos regímenes de Balaguer, creíamos que los gobiernos del PRD eran la llegada estruendosa de la justicia social, el cese de la corrupción y la plena libertad del espíritu. Pero Godot tampoco llegó y nos frustramos. Cuando el PLD subió al poder por primera vez, había una esperanza difusa de que ejerciera la práctica política de manera diferente. Y se creyó que el mundo deslumbrante de la riqueza material no los atraería. Pero aquel discurso ético se convirtió en su contrario, y Godot no sólo no llegó, sino que se extendió en una larga miseria moral que suena como un piano en la noche.

El día 14 de agosto pasado el diario “El País”, de España, trajo un artículo del escritor Juan José Millás titulado “Un cañón en el culo”, cruda radiografía de la inexorabilidad del capital financiero en el mundo de hoy. Y yo pensé que así mismo estamos nosotros, los dominicanos que nos hemos pasado toda la vida esperando a Godot, y que estamos a punto de descubrir que tendremos que seguir esperándolo.

Artículo publicado originalmente en el periódico HOY

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Apuntes sobre la izquierda zurda fascista

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Por Miguel Guerrero

En los círculos “progres” se desconoce la diferencia entre una postura y una actitud revolucionaria. Las posturas revolucionarias se relacionan estrictamente con el plano de la ideología. Las actitudes revolucionarias con lo que una persona es en su vida diaria.

La primera se asume abrazando el comunismo o algunas de sus macabras derivaciones, como el castrismo y el chavismo. Pero una conducta revolucionaria se alcanza con una larga vida de desprendimiento y servicio. He visto por eso a marxistas muy reaccionarios y a un buen número de empresarios realmente revolucionarios. Siempre será más difícil mantener una verdadera conducta revolucionaria porque la mayoría de quienes alegan un historial “progresista” viven y actúan en constante riña con sus prédicas.

Así se pueden ver a políticos corruptos, enriquecidos a expensas del Estado y del trabajo productivo del pueblo, vociferar en mítines y pontificar en programas de radio y televisión sobre la necesidad de cambiar las relaciones de producción y de hacer esto y aquello para transformar las condiciones de las masas desposeídas, y regresar después a sus lujosas mansiones para ahogar en caviar y whisky sus cantos de protesta.

No seremos más buenos ni más revolucionarios sólo porque adoptemos una filosofía política o un dogma ideológico. Los sistemas no cambian a las personas, ni modifican la naturaleza humana. Hay revolucionarios buenos como los hay también malos y muy malos. Y lo mismo ocurre con otros sistemas políticos. Lo importante por lo tanto no es que nuestros dirigentes políticos, empresariales y sociales sean marxistas o de “ideas avanzadas”, como se dice. Lo importante es que sean personas capaces, conscientes de sus responsabilidades elementales y dotadas de fina sensibilidad social. El sentido del deber es el primer paso hacia una conducta efectivamente revolucionaria.

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Opinión

Del pelebalaguerismo al perrebalaguerismo

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Por Rosario Espinal

Los pueblos no generan por sí mismos sus ideologías políticas. Las élites las articulan y propagan. En la República Dominicana esas élites siempre han sido conservadoras.

Muchas veces escucho decir que el pueblo dominicano es conservador y siempre reacciono diciendo que no es el pueblo, son las élites.

Juan Bosch fue el gran maestro político de la sociedad dominicana con sus alocuciones radiales a principios de la década de 1960. De ahí se nutrió toda una generación con valores progresistas después de una férrea dictadura. Bosch enseño sobre las diferencias de clase, la explotación y el imperialismo en una especie de marxismo aplatanado.

José Francisco Peña Gómez fue el gran movilizador de masas. No pudo convertirse en un gran líder populista porque estuvo vedado por las élites para llegar al poder por ser negro y de origen haitiano. Se proclamó socialdemócrata y ayudó a forjar también el progresismo dominicano.

De 1978 a 1986, el PRD se la ingenió para evitar que Peña Gómez fuera candidato presidencial. Pero, al borde del precipicio político en 1990, lo llevó de candidato, también en 1994 y 1996. Durante esa década Balaguer se encargó de matar las aspiraciones presidenciales de Peña Gómez.

El PLD, para llegar al poder en 1996, se valió del apoyo de Balaguer que seguía con su cruzada de no permitir que Peña Gómez gobernara. Formaron el Frente Patriótico y enterraron políticamente a Bosch.

El balance fue que Bosch gobernó solo siete meses en 1963 y Peña Gómez murió en 1998 sin nunca ser presidente.

Después de la muerte de Balaguer en el 2002, el PLD absorbió el electorado balaguerista y Leonel Fernández se convirtió en líder de las fuerzas conservadoras, aunque el PRSC-franquicia hizo diversas alianzas para asegurar posiciones y beneficios.

Por eso, a partir de 2004, el PRSC declinó electoralmente hasta que en el 2020 solo obtuvo 1.8% de los votos con Leonel de candidato presidencial en una coalición de partidos pequeños de ultraderecha: PRSC, FNP, PQDC, BIS, PUN.

Poco después de la llegada del PRM al poder en el 2020, se hizo evidente que Luis Abinader tomaría también el camino del conservadurismo, a pesar de las expectativas de cambio progresista que había generado en sectores de inclinación liberal peñagomista.

La anticorrupción es la bandera que enarbola para mantener ese sector social políticamente leal, mientras el ultranacionalismo con relación a Haití es el imán que utiliza Abinader para atraer el apoyo de la ultraderecha partidaria, quebrando así el vínculo de ese sector con Leonel.

El país pues ha pasado del pelebalaguerismo al perrebalaguerismo.

Ambos prefijos (pele y perre) van acompañados de balaguerismo porque en el post-trujillismo, Balaguer fue el articulador del conservadurismo desde el propio Estado. De la histórica trilogía política (Balaguer, Bosch y Peña Gómez), Balaguer fue el único que gobernó.

Es clarísimo que los partidos pequeños dominicanos, independientemente de su supuesta orientación ideológica, buscan aliarse al partido grande que esté en el poder o en vías de llegar. Se vio con el PLD y ahora con el PRM. Ahí todos convergen en el conservadurismo.

Los pueblos no generan por sí mismos sus ideologías políticas. Las élites las articulan y propagan. En la República Dominicana esas élites siempre han sido conservadoras.

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Abinader y los jueces constitucionales

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Por Nelson Encarnación

Una de las mayores preocupaciones para quien es elegido presidente de los Estados Unidos tiene que ver con su legado en diversos aspectos de la vida del país, muy especialmente lo relacionado con la visión que se formen los ciudadanos sobre su impronta en el ámbito judicial.

Por esta razón, los gobernantes estadounidenses no se andan con remilgos cuando se presenta la ocasión de designar jueces de la Suprema Corte de Justicia, donde se marca su talante conservador o liberal y se marca su huella.

En esta cuestión, ningún otro presidente en décadas tuvo la oportunidad de Donald Trump para afianzar su postura conservadora, pues se le presentó el momento de llenar tres vacantes en el máximo tribunal estadounidense.

El legado de Trump será, por mucho, el más duradero proyectado hacia el futuro, con la eventualidad de hacerlo casi imperecedero en caso de regresar a la Casa Blanca en enero de 2025.

En nuestro país no andamos pensando en legado ni nada de esas cuestiones abstractas, que, sin embargo, son importantes para un presidente que quiera trascender más allá de obras físicas; uno que tenga el interés de que se le recuerde como un mandatario afianzador de lo institucional.

Cuando el Consejo Nacional de la Magistratura elija a los cinco jueces en reemplazo de los magistrados salientes del Tribunal Constitucional, habrá dejado abierto el camino para que el presidente Luis Abinader tenga la oportunidad de cambiar a todos los integrantes y dejar su legado.

Esto, como en el caso del estadounidense, quedará sujeto a que logre su reelección el próximo año, ya que entonces se le abrirá el espacio temporal para realizar otra elección en 2027.

Es decir, que, desde la primera elección del TC en 2011, solo Abinader tendrá la coyuntura para influir de manera total y determinante en un tribunal también determinante en la vida institucional del país.

En consecuencia, esa perspectiva trascendental le plantea al presidente el desafío de actuar con una visión de largo aliento, designando a jueces constitucionales que, como señalaba recientemente el magistrado Jorge Subero Isa, sobre todo tengan una amplia perspectiva de política de Estado entre otros aspectos fundamentales.

Y esa condición no se consigue en cualquier graduado de Derecho, sino en verdaderos conocedores de la materia constitucional y las complejidades estatales.

Nelsonencar10@gmail.com

jpm-am

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