El último escándalo que envuelve a la Iglesia Católica en la República parece haberla impactado como nunca antes por la crueldad del crimen cometido por uno de sus curas en contra de un joven con minoría de edad.
Este caso de pederastia proyecta la idea de que ha hecho más daños a esta corriente religiosa que otras ocurridas hace algunos años, como por ejemplo, en la comunidad de Juncalito y las acciones inmorales del nuncio apostólico o representante diplomático en el país del Vaticano.
Aunque se parte de una valoración muy subjetiva, la realidad es que objetivamente hablando se ha sentido con mucha fuerza el crimen cometido por el párroco Elvin Taveras Guzmán en perjuicio de un joven que además se desempeñaba como monaguillo en una iglesia de Santo Domingo.
Aún en los que entienden que este podría tratarse de un caso aislado, y que el mismo no puede ser un referente para medir a todos los sacerdotes con la misma vara, lo cierto es que se siente en el ambiente que este hecho ha generado más desconfianza en aquellos que tienen como misión la promoción de la palabra de Dios en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Es probable que en el caso de este crimen haya que esgrimir la expresión que dice: «Tanto cae la gotera en el mismo sitio hasta que hace un hoyo», lo cual es aplicable a los tantos escándalos que han ocurrido en el seno de la Iglesia Católica que cualquiera pudiera pensar que la violación de jóvenes y niños se trata de un mal endémico en esta corriente religiosa.
El impacto ha sido tan grande que hasta el papa Francisco ante la puesta en circulación de un libro de una de las victimas históricas de las violaciones ocurridas en la Iglesia Católica, ha hecho una medición de los daños físicos y morales del fenómeno.
Existen sospechas de que los daños causados por el cura en su parroquia tienen mucho mayor magnitud que el crimen en contra del monaguillo, porque incluso hay familias del lugar donde opera la iglesia que tenían muy mala espina con el padre presuntamente responsable del asesinato.
Por lo menos las fotos que han salido en los medios de comunicación proyectan una imagen de un cura, líder religioso y cabeza de una parroquia, hasta cierto punto diabólica, como aquel culpable de lo mal hecho que no es capaz de mantener totalmente abiertos sus ojos para vender por lo menos la idea de que nada de lo imputado obedece a la verdad.
Pero parece tanto el peso de la culpabilidad de un hombre, que incluso dice su familia que era el ídolo de ellos, el orgullo de ellos, que la imagen que proyecta en estos críticos días de su vida se acercan más a un demonio que a un ser normal.
Sólo habría que recordar un detalle dado por una de las familias del sector donde ocurrieron los hechos que han impactado a toda la Iglesia Católica de la República Dominicana, se trata de que el supuesto padre asesino escondía su transparencia y su mirada en unos lentes oscuros, tal y como ocurrió con su colega que cometió actos inmorales en Juncalito.
No se sabe cuándo podrá la Iglesia Católica recuperarse de esta herida mortal infringida por uno de los suyos, pero de lo que sí se debe estar plenamente seguro de que ésta es una estocada que parece que durará muchos años para cicatrizar por lo profundo y simbólica de la misma.
En este momento, por lo menos en lo que respecta a la República Dominicana, no basta con palabras de la jerarquía de la Iglesia Católica, sino con acciones sanadoras y dirigidas a limpiar de aberraciones y distorsiones en aquellos que han asumido la palabra del Señor para apaciguar el dolor y los daños que causan muchos seres humanos a su prójimo.