La corrupción es ya tema de debate constante y no hay forma de enfrentarla con efectividad solo vía la judicialización selectiva.
Por Rosario Espinal
Aquel enero de 2017, cuando retumbó la primera Marcha Verde contra los sobornos de Odebrecht, parecía que en el país se iniciaría un proceso de justicia contra la corrupción por presión social. Algo realmente nuevo, porque la corrupción viene de lejos y nunca se ha podido combatir con efectividad.
El caso Odebrecht se estrenó con 14 encartados. Primero hubo medidas de coerción con cárcel incluida. Luego eliminaron las medidas de coerción más fuertes y todos fueron a sus casas a esperar juicio. Posteriormente sacaron ocho del expediente. Para ese entonces, la furia callejera se había apaciguado.
La semana pasada, de los seis restantes, cuatro fueron absueltos (nadie se tiró a la calle). Los dos condenados dicen que apelarán. Al momento, el juego va 12 a 2; al final, ¿quién sabrá?
Muchos culpan al exprocurador Jean Alain Rodríguez de los casos mal instrumentados, y no es mi intención disculparlo. Pero para entender cómo el caso Odebrecht se fue diluyendo, hay que saber que en la República Dominicana hay impunidad ancestral, no por acto de alguna persona específica, sino porque los sectores de poder siempre se han compactado para mantener viva la corrupción y la impunidad. El Estado es su fuente originaria de enriquecimiento.
Independientemente de la retórica anticorrupción, políticos, empresarios, militares, etc. son beneficiarios de un sistema muy injusto de reparto, donde la corrupción juega un papel esencial, ya sea mediante sobornos, exoneraciones, subsidios injustificados, contratos manipulados, o simplemente robo. De paso, incorporan segmentos de clase media como colchón de apoyo.
El sistema de corrupción e impunidad funciona de manera tan perfecta en la sociedad dominicana, que ni siquiera un caso de relevancia internacional como Odebrecht logró poner en juego el sistema político (en Brasil colapsó el sistema de partidos).
El caso Odebrecht lleva más de cinco años sin que se haya podido identificar con pruebas adecuadas quiénes fueron sobornados; mientras, en la opinión pública ocurre todo lo contrario: la inmensa mayoría piensa que los políticos y funcionarios son corruptos. A la vez, paradójicamente, esa creencia generalizada ayuda a mantener el sistema de impunidad porque, si son tantos, nadie entonces puede ser legítimamente inculpado.
La extensión de la corrupción, en creencia y práctica, hace difícil su combate. Procesar dos o tres casos lleva eventualmente a la victimización de los imputados y procesar muchos es tarea políticamente inviable y administrativamente cargante.
A la República Dominicana le esperan años difíciles porque la corrupción es ya tema de debate constante y no hay forma de enfrentarla con efectividad solo vía la judicialización selectiva.
Tal vez tengan razón quienes piensan que castigar algunos culpables tendrá un efecto disuasivo. Pero en política hay revancha: ojo por ojo, diente por diente. Por eso prefieren la complicidad a enfrentarse unos con otros.
¿Cómo entonces combatir la corrupción aquí? Para comenzar, los grupos de poder necesitan entender que les conviene más las reglas claras de transparencia que mantener la marrulla constante. Nunca lo han entendido, y el mal lleva más de 100 años