Por Phillip Stephens
En la actualidad está de moda descartar el orden internacional liberal posterior a la Guerra Fría a favor del nacionalismo
Desafortunadamente, a Donald Trump no se le puede culpar por todo. Al ver al presidente estadounidense prodigando elogios a los autócratas, aumentando las barreras comerciales y desdeñando las reglas e instituciones mundiales, pareciera una conclusión justa determinar que él quiere derrocar el orden internacional liberal. Una gran parte de esta labor, sin embargo, ya se había realizado antes de que él llegara a la Casa Blanca. El Sr. Trump es tanto un emblema como la causa del descenso al desorden.
El Occidente malinterpretó el colapso del comunismo soviético. Después de todo, no era el final de la historia. Las felices suposiciones acerca de la permanente hegemonía del capitalismo de no intervención y de la inevitabilidad histórica de la democracia liberal estaban enraizadas en una arrogancia que invitaba la ruina. Con todo eso, el final de la Guerra Fría produjo una idea central. Ahora, como nos lo recuerdan diariamente las transmisiones de Twitter del Sr. Trump, se está intercambiando por una pésima idea.
La caída del comunismo prometía un mundo en el que todos se beneficiarían. El pensamiento revolucionario era que los egoístas intereses de los Estados ricos y en ascenso podrían ajustarse si todos respetaban las reglas. La profunda interdependencia creada por la globalización resolvería el conflicto entre los intereses nacionales y las obligaciones multilaterales en competencia entre sí.
En Europa, donde las fronteras ya habían sido desdibujadas durante un largo tiempo por la Unión Europea (UE), la idea dio ímpetu a una mayor integración. En otras regiones, la soberanía nacional era más apreciada, pero el nuevo orden parecía suficiente para evitar un retorno al conflicto hobbesiano entre las grandes potencias.
Las reglas y las instituciones eran necesariamente imperfectas, sobre todo porque habían sido creadas, en gran medida, por las naciones ricas. Había demasiado triunfalismo en el Occidente e insuficiente reconocimiento de la redistribución del poder global hacia el sur y hacia el este. El objetivo, sin embargo, era bueno: China, India, Brasil y otros países similares progresarían de una manera que no colisionara con los poderes establecidos. Robert Zoellick, entonces un alto funcionario del Departamento de Estado estadounidense, acuñó la frase “partes interesadas responsables” para describir el papel de estos países dentro del orden existente.
Actualmente, la moda es descartar tales suposiciones tildándolas de ingenuas. Es probable que China haya sido el mayor ganador del diseño del Occidente. Su ingreso a la Organización Mundial del Comercio (OMC) representó el evento geopolítico sísmico de principios del siglo XXI, pero Beijing nunca iba a aceptar estar a la sombra de un sistema liderado por EE.UU..
Xi Jinping, ahora instalado como presidente emperador de por vida, representa la prueba. El Sr. Xi ha determinado que ha llegado el momento de que China se deshaga de dos siglos de humillación. El objetivo de la iniciativa “Un Cinturón, Una Ruta” es cambiar el centro de gravedad global a Eurasia. El Reino Medio podrá entonces tomar el lugar que le corresponde en el escenario mundial.
Lo que está menos claro es lo que el Sr. Zoellick y otros pudieran haber sensatamente propuesto como alternativa al involucramiento positivo. ¿Debería el Occidente haber tratado de detener el ascenso de China, haberlo declarado como enemigo y haberlo excluido de la OMC y de otras instituciones globales? Tal contención ¿se habría extendido a un bloqueo naval en el Mar de China Meridional? Éstos no son enfoques que, con certeza, habrían sido capaces de salvaguardar la paz internacional.
Al final, EEUU resultó ser un mayor enemigo de su propio gran diseño que Beijing. Washington ha parecido más dispuesta a descartar la idea central más rápidamente de lo que Beijing lo ha estado en desafiarla. Las guerras elegidas en Afganistán y en Irak debilitaron la autoridad moral de EEUU. El intento de imponer la democracia a punta de misiles de crucero socava la fe en el pluralismo político. La crisis financiera de 2008 acabó con el consenso de que los mercados abiertos y liberales constituían un camino cierto hacia la prosperidad.
El Sr. Trump está retomando la situación en donde la dejaron otros. Si el Occidente fue negligente en la defensa del sistema basado en reglas, el actual ocupante de la Casa Blanca lo repudia rotundamente. El Sr. Trump vive en un mundo de ganadores y perdedores. Él culpa a las estructuras de la posguerra construidas por EE.UU. y sus aliados por la debilidad occidental. Él es alérgico al multilateralismo. Todo en el ‘mundo de Trump’ es un juego de suma cero.
Entonces, la única sorpresa sobre su decisión de aplicar aranceles más altos a las importaciones de acero, aluminio y otros bienes es que haya sorprendido a alguien. El Sr. Trump tiene escasas creencias profundamente arraigadas, pero el nacionalismo económico siempre ha estado en el centro de su cosmovisión. Él culpa a los líderes débiles de Washington por permitir que otros desafíen la preeminencia estadounidense. El proteccionismo representa su único remedio. Cuando el Sr. Trump critica el comercio desleal, la mitad de las veces él está haciendo una observación general en lugar de estar dirigiéndola específicamente a, por ejemplo, China, Canadá o México. Su blanco es el sistema.
El problema no es simplemente que las guerras comerciales sean una pésima idea. La historia nos ha enseñado que el proteccionismo es virulentamente contagioso. Europa tiene sus propios populistas. Estos nacionalistas fervientes provienen tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda. Sus demandas de barreras comerciales pronto pudieran asegurarles un mayor número de seguidores. El problema con los juegos de suma cero es que ganar o perder puede rápidamente convertirse en una situación perjudicial para todos.
Un menguante grupo de optimistas entre mis amigos estadounidenses me ha comentado que el Sr. Trump representa lo peor que va a suceder; que quienquiera que lo siga en el cargo reequilibrará la política estadounidense. Quizás. Pero el Sr. Trump está estableciendo una dirección que otras naciones se sienten obligadas a seguir. Beijing ahora pertenece a los nacionalistas. Europa tiene sus propios nativistas. No habrá ganadores. En poco tiempo, todos esos cínicos se darán cuenta de que, después de todo, el Sr. Zoellick tenía razón.