Opinión
Franklin Mieses Burgos y la calle El Conde
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Por Andrés L. Mateo
Creo que la calle El Conde es la máscara ruin de un difunto
He ahí un ritornelo angustioso, la muerte transformada en una imagen repetida tantas veces que nunca se gasta. Yo creo que la calle El Conde es la máscara ruin de un difunto: Franklin Mieses Burgos. Y que muchos paseantes, al atardecer, habrán visto pasmados la mentira increíble de un humito sin dueño. Pero es él, con su risita de siempre, su boina negra, su chacabana blanca y ese maldito cigarrillito burlón, reclamando sus predios conocidos. Porque la calle El Conde era de él, se proclamaba su dueño. De la calle El Conde había levantado una cartografía espiritual, conocía todos sus balcones, pasaba inventario a las cancelas, notaba de un vistazo las alteraciones introducidas en los portales, echaba de menos las puertas adornadas, contaba las vitrinas, inventariaba los dueños de las viviendas que habían muerto, se sabía de memoria cuántos pasos había de una esquina a otra, tomaba un café con los contertulios y saludaba llamándolos por su nombre a cada uno, y hasta pasaba revista a los adoquines pisando suave como quien buscaba un desperfecto. Nadie lo había nombrado, pero él era el superintendente espiritual de esa comarca. Nada se movía en esa calle sin que su ojo zahorí lo advirtiera. El era el albacea y respondía por ello. Yo, que todavía condeo a cada momento me pregunto qué hubiera hecho Franklín Mieses Burgos si viera en lo que ha venido a parar su calle tan amada, tan llena de historias, transitada por tantas almas peregrinas, testigo de tantos acontecimientos históricos.
Escribo este artículo para alertar a los desprevenidos: la calle El Conde es la cabalgadura de un alma conocida, que se niega a dejarla. Es una calle poblada de fantasmas, como ya lo había advertido el escritor Pedro Peix. Solo que entre todos los fantasmas, sobresale el que más la cuidó, el que la conocía como la palma de su mano, y la amaba más que la niña de sus ojos. El que se hubiera dolido hasta el tuétano si la viera en el abandono en que está, el que la hubiera defendido y se hubiera encabronado frente a tanta inconsecuencia con la historia espiritual de esta nación por parte de las autoridades : Franklín Mieses Burgos. Sí, el que hace falta es él, que le hubiera cantado las cuarenta a este alcalde presuntuoso e ignorante que no tiene idea de lo que significa esa calle como un monumento de referencia histórica y espiritual. Se lo hubiera voceado a los ediles, al senador “ejemplar” que sólo se afana por el “barrilito”, al jodido gobernador que nadie sabe quién es, al Patronato de la Ciudad Colonial, y hasta a las beatas de la iglesia de las mercedes. ¡La calle El Conde ha muerto! ¡La calle El Conde es una pocilga! ¡La calle el Conde ha perdido toda su dignidad!
¿Para qué sirve morir, entonces, si la forma nueva es para el sufrimiento el regresar a la calle amada? Nosotros, los que caminamos muchas tardes con él, solemos acompañarlo todavía. Y él habla, como siempre, entusiasmado por la poesía de San Juan de la Cruz, echando versos al aire, sonreído, dueño del espacio de una calle en la que se desplaza como si fueran las habitaciones de su alma.
Artículo publicado originalmente en el periódico HOY.