Por Isaías Ramos
El país se encuentra nuevamente al borde de un abismo que amenaza no solo con oscurecer nuestras calles, sino con apagar la esperanza de un pueblo que lucha por un futuro mejor. Desde octubre de 2024, el sistema eléctrico nacional ha entrado en un estado de colapso programado, reviviendo los fantasmas de tragedias pasadas como las de 1984 y 2002. Apagones de hasta 16 horas diarias no solo paralizan nuestra vida cotidiana, sino que exponen la desgarradora realidad de un modelo energético corrupto, negligente y diseñado para el lucro de unos pocos a costa de la dignidad de muchos.
Mientras la paciencia de los ciudadanos se agota, el gobierno, incapaz de asumir su responsabilidad, recurre a la excusa de que 800 mil usuarios son «ilegales». Pero esta narrativa no solo es ofensiva, sino que oculta el verdadero problema: estamos atrapados en un sistema diseñado para el saqueo y la explotación, un sistema donde la energía, un derecho humano fundamental, se ha convertido en un negocio para las élites.
Esta crisis no es casualidad ni un accidente. Es el resultado de décadas de decisiones políticas equivocadas que comenzaron con la Ley de Capitalización 141-97. Bajo la promesa de «eficiencia» y «estabilidad», el Estado entregó el sistema eléctrico a manos privadas, prometiendo tarifas justas y un servicio estable. Sin embargo, lo que ocurrió fue el despojo del patrimonio nacional.
Desde entonces, más de 30 mil millones de dólares en “subsidios” han sido transferidos a estas empresas eléctricas, una cifra que hoy pesa como una carga insoportable sobre el endeudamiento nacional. Con esos recursos, podríamos haber instalado 20 mil megavatios de energía solar o 15 mil de energía eólica, garantizando nuestra soberanía energética y dejando atrás este modelo obsoleto. En cambio, seguimos pagando tarifas abusivas, soportando apagones interminables y viendo cómo las ganancias de unos pocos crecen mientras el pueblo vive en la penumbra.
La privatización no solo nos arrebató el control de nuestra energía; nos convirtió en rehenes de un sistema donde la dignidad del pueblo es la moneda más barata.
En lugar de asumir su responsabilidad, el gobierno ha optado por criminalizar al pueblo. Etiquetar a miles de familias como «ladrones» de energía no solo es una muestra de desprecio, sino también una estrategia que intenta desviar la atención de la verdadera raíz del problema.
El pueblo dominicano no es ladrón. Es víctima de un sistema roto y de un liderazgo incapaz de garantizar soluciones reales. Si existen usuarios irregulares, el Estado tiene la obligación de regularizarlos con dignidad y justicia. Ir casa por casa, instalar contadores y garantizar un servicio digno y accesible. Pero lo que vemos es lo contrario: un castigo colectivo que penaliza incluso a quienes cumplen con sus obligaciones.
No podemos ignorar los paralelismos con eventos pasados. En 1984, las decisiones erradas llevaron a un estallido social que dejó más de 100 muertos. En septiembre del 2002, el descontento popular derivó en protestas masivas con resultados de más de una docena de muertos y cientos de heridos que sacudieron al país.
Hoy, la situación es alarmantemente similar. La indignación popular crece, las protestas aumentan y la frustración se siente en cada rincón del país. Las voces de los ciudadanos se alzan en un grito colectivo, exigiendo justicia y soluciones reales. Estas no son señales que se deban ignorar. Hacerlo sería abrir la puerta a un nuevo estallido social que podría superar las tragedias del pasado.
En pleno siglo XXI, la energía no es un lujo ni un privilegio. Es un derecho humano fundamental. Así lo reconoce la ONU en su Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 7, que establece: «Garantizar el acceso a una energía asequible, segura, sostenible y moderna para todos».
Nuestra nación no puede seguir siendo esclava de un modelo que prioriza el lucro sobre las personas. Es momento de recuperar lo que nunca debimos perder: el control de nuestra energía y el compromiso con el bienestar colectivo.
Debemos construir un sistema energético basado en la sostenibilidad, accesible para todos y gestionado con justicia. Pero esta transición debe ir acompañada de un enfoque que respete la dignidad del pueblo.
El futuro de nuestro país está en juego. Cada día que pasa sin soluciones es un paso más hacia el colapso, pero también cada acción, por pequeña que sea, puede encender una luz. Una luz que nos guíe hacia un futuro donde la energía sea un derecho garantizado, no una mercancía para el lucro.
Desde el Frente Cívico y Social (FCS), estamos convencidos de que el país necesita un liderazgo renovado, uno que priorice al pueblo sobre los intereses privados, que construya un sistema energético digno y que transforme la crisis en oportunidad.
La pregunta es clara: ¿Seguiremos siendo esclavos de las tinieblas o nos levantaremos para construir el país que merecemos?
¡Despierta, RD!