Por Elba García
Hace algunos días que por una razón que no viene al caso fui al hospital regional José María Cabral y Báez y realmente quedé impresionada con la imagen que proyecta, limpio y que hace creer a cualquiera que está frente a un centro de salud internacional, de cualquier país desarrollado.
Sin embargo, los informes que se ofrecen sobre el dinero del Estado invertido y los problemas que presenta el más importante hospital de la región norte del país, lleva a pensar que es aplicable la expresión que dice que está muy limpio en su exterior, pero sucio en su interior.
La remodelación del Cabral y Báez parece que no fue hecha para que dure mucho tiempo, porque, aunque no tengo ningún conocimiento de construcciones, debo decir que esta edificación luce hecha con mucha prisa, a pesar de los muchos años que duró para terminarse, lo que la hace muy vulnerable.
De manera, que el Cabral y Báez fue reconstruido sobre la base de la cultura de la apariencia que predomina en la sociedad dominicana, la cual manda que se ande bien vestido y en un buen carro, pero sin un centavo para echarle gasolina.
Ello así, porque el Hospital Cabral y Báez pasa la prueba cuando se mira a leguas, pero cuando se entra a su interior es el resultado de lo que ya es muy común en la sociedad dominicana, que lo que no se ve es peor que lo que se ve.
Este centro asistencial fue construido con un material que no sé si será parte de la arquitectura moderna, pero cuando se toca parece ser un edificio de algodón, no porque sea cómodo, sino porque se siente débil y derrunbable ante cualquier fenómeno telúrico.
Hay quienes afirman que el hospital Cabral y Báez es un verdadero elefante blanco, hermoso por fuera y feo por dentro, donde se ha instalado una serie de equipos supermodernos, pero que no se usan, ni siquiera se prenden.
Es la famosa vitrina que es común en el subdesarrollo, mucha espuma y poco chocolate, pero lo que sí hay que proclamar que el Cabral y Báez alimenta el ego de la dominicanidad, aunque no sirva para salvarle la vida a nadie.
Ya son famosos los anécdotas que ocurren en el Cabral y Báez, donde un paciente gravemente enfermo, al borde de la muerte, debe perdurar por semanas y tal vez por meses en una silla porque no hay camas donde acostarlo, lo cual sirve de espejo para medir lo poco servible que es tener un edificio que a la distancia parece de lujo, pero con un interior que da miedo.
Empero, no sería justo no reconocer que en el Cabral y Báez hay una camada de jóvenes profesionales de la Medicina, entre ellos médicos y enfermeras, que tienen una visión diferente de la psicología que tradicionalmente ha prevalecido en el ejercicio de una profesión que cuando se vuelve rutinaria se constituye en un verdadero peligro público.
Esos jóvenes, mujeres y hombres, son un ejemplo de que todavía queda país, porque el trato que dispensan al que acude allí en busca de asistencia médica es igualable a los hospitales del mejor estándar de servicio de salud.
Penosamente es una paradoja que algún día habrá que resolver en el país con la transformación del sistema sanitario nacional en un espacio donde el enfermo sienta que el valor humano de la vida retornó a la República Dominicana, no precisamente por lo hermoso y gigantesco de los edificios que alojan los hospitales, sino por unas atenciones que procuren, sobre todas las cosas, salvar vidas.