Por Nelson Encarnación
La disposición del presidente Luis Abinader de remover las restricciones vigentes desde la aparición del coronavirus en nuestro país en marzo de 2020 es saludable desde el punto de vista del interés de que todas las actividades tiendan a la normalización.
Sin embargo, es una de esas determinaciones que conllevan un riesgo, pues si salen bien, como todos esperamos, al presidente se le acredita la visión de actuar inteligentemente, pero si fallan se le cargan las cuentas.
La medida no es ninguna sorpresa, si nos remontamos a su posición firme desde que asumió el Gobierno, la que apuntaba hacia el fin de las restricciones, las que, si no fueron eliminadas antes, se debió a que los indicadores sanitarios sobre COVID-19 aconsejaban lo contrario.
En varios momentos se pronunció de manera crítica contra algunas de las medidas existentes, en especial el toque de queda, si bien incluso lo endureció de tal manera, que sábado y domingo el país estaba, de hecho, cerrado desde el mediodía.
Su pronunciamiento más categórico lo hizo a comienzos de diciembre pasado: “Ya todos estamos cansados de las restricciones y las medidas anticovid. El que más lo entiende soy yo. Por eso la mejor solución es vacunarse”.
Dos meses antes había dispuesto el cese del toque de queda que se fue gradualmente dejando sin efecto, previo a desistir de pedirle al Congreso Nacional nuevas prórrogas del estado de emergencia.
Ahora bien, en su decisión del pasado miércoles, el primer mandatario dejó claramente sentado que el abandono de la mascarilla es, sobre todo, un asunto de responsabilidad individual, es decir, que en ese sentido cada persona es dueña de su propio destino.
Y es aquí la cuestión fundamental. Al tratarse de decisiones individuales, los dueños de los establecimientos comerciales pueden continuar exigiendo el uso de mascarilla a sus clientes o pueden no hacerlo.
Por igual, los clientes decidimos si ingresamos o no a un negocio donde se observe a todo el mundo sin mascarilla.
En mi caso, continuaré usando la mascarilla y me abstendré de visitar lugares donde la gente se comporte como si el COVID-19 fuese historia.
Tengo razones muy poderosas para mantener la mascarilla y no interactuar en aglomeraciones donde el desparpajo sea la norma.
Los 16 días que permanecí ingresado por coronavirus; casi dos meses conectado a un equipo de oxígeno por secuelas pulmonares al salir de alta; cuatro meses fuera de mi trabajo y las 26 libras que el virus me rebajó, son experiencias más que elocuentes para considerar la mascarilla como un atuendo de vida.
Pero como dijo el presidente Abinader, todo esto se circunscribe, en definitiva, a responsabilidades individuales.