El liderazgo mesiánico ha sido, a través de la historia, el enemigo mortal de la racionalidad y la vida democrática, porque su legado material cuesta años de lenta reconstrucción.
El mesianismo en el ámbito de la política destruye la moral de la sociedad y corroe la fe de los pueblos en las instituciones democráticas, sumiéndolos en la esclavitud espiritual que implica la dependencia material de un estado benefactor.
Existen infinidad de documentos y experiencias que lo confirman. No está lejano entre nosotros, por ejemplo, el recuerdo de un presidente en ejercicio entregando con sus manos cajas con su imagen de redentor impresa en ellas, conteniendo magras raciones de alimentos para un par de días en ocasión de la Navidad o de la festividad de las madres, cegado por los aplausos y el ruido desgarrador de una multitud golpeándose ante sus ojos para obtenerlas.
La posibilidad de un retorno de esa clase de liderazgo sumaría al país en la bancarrota material y moral. El ejemplo lo hemos visto a distancia en Venezuela, como también ha sido testigo el país de la manera en que la corrupción se adueñó en ese pasado reciente de las instituciones públicas, frente a lo cual no hubo control de ninguna especie; periodo en el que florecieron las fortunas más obscenas y lo clanes más perversos que hayamos jamás padecido.
Las elecciones del 2020 fueron una excepcional oportunidad para impulsar un relevo y promover nuevas formas de liderazgos democráticos que aseguren que el país continúe con paso firme la ruta hacia el futuro.
Por fortuna, hay suficiente donde elegir en cualquiera de los partidos, sea el del gobierno como en los de oposición para evitar en el 2024 el regreso a un oscuro pasado.