Por Rosario Espinal
Hace más de un siglo, el sociólogo alemán Max Weber analizó un asunto medular del quehacer político: cómo establecer relaciones de autoridad legítima entre gobernantes y gobernados.
Con un enfoque taxonómico, Weber identificó tres formas de establecer esas relaciones a través de la historia: tradicional, carismática y racional.
En la tradicional, que prevaleció en las sociedades premodernas, las personas se sometían a la autoridad por costumbre y el valor que asignaban a la tradición. Se obedecía la autoridad porque así se había hecho siempre y los cambios procedían lentamente.
La carismática se fundamenta en la valoración positiva que hacen los gobernados de los atributos personales del gobernante. La legitimidad se establece por admiración de esos atributos, y la autoridad del líder prevalece sobre los mecanismos institucionales.
En la racional se obedecen las leyes y los procedimientos institucionalizados que sirven al Estado y a la sociedad en la consecución de los fines establecidos. Lo institucional como espacio de reglas impersonales prevalece sobre el carisma o la tradición.
Weber planteó que en un sistema político moderno podían coexistir estas tres formas de autoridad, prevaleciendo la racional. Es decir, la autoridad legítima se fundamenta en un sistema de leyes e instituciones que permite seleccionar los medios más adecuados para alcanzar objetivos públicos deseables, al margen del capricho de los líderes o la mera tradición.
Así concebidas, las sociedades modernas alcanzarían cada vez más los objetivos de bienestar de la ciudadanía. El progreso iría unido a la racionalidad en la cosa pública.
Al pasar el tiempo, y llegando al presente, se escucha con frecuencia decir que los pueblos están insatisfechos, que no confían en sus líderes ni en las instituciones políticas; y así lo confirman datos de diversas encuestas nacionales e internacionales.
Sin duda, los procesos de modernización económica y la ampliación de la comunicación a escala global han erosionado la autoridad tradicional, mientras la masificación de las redes sociales genera una ebullición constante cuestionadora de la acción gubernamental.
En este contexto, la autoridad racional, que se creía fuerte y estable, enfrenta dificultades ante las expectativas crecientes de los pueblos que los sistemas económicos y políticos de todo tipo no logran satisfacer. Y, entre quejas y furias, se ha revitalizado el liderazgo carismático que surge del vacío dejado por el orden tradicional en desaparición y la organización racional en cuestionamiento.
Ante la inseguridad que siente mucha gente por la velocidad y el contenido de los cambios, los líderes carismáticos ofrecen explicaciones simples y soluciones fáciles a situaciones complejas, generando amplios apoyos, pero también volatilidad política.
Y es que, a pesar de la fuerza mediática y electoral que despliegan, los nuevos liderazgos carismáticos tienden a agotarse rápidamente en el poder, aunque mantengan amplio apoyo. He ahí los casos de Donald Trump y Jair Bolsonaro que retuvieron (y hasta ampliaron) su base electoral cuando se repostularon, pero también movilizaron masivamente a sus opositores que los derrocaron.
Otros líderes carismáticos optan por hacerse cada vez más autoritarios para domar a los gobernados, imponiendo las autocracias electorales que se expanden por el mundo.