Siempre se ha dicho que nunca se debe generalizar, pero no hay otra manera de calificar el Ministerio Público en la República Dominicana, que no sea de ineficiente y corrupto.
Es como si el fiscal estuviera entrenado para ser tolerante con lo mal hecho.
Está en una franca confabulación con la delincuencia, con el crimen y con el delito.
Esa es la percepción generalizada que hay entre todos los actores del sistema de justicia y del ciudadano en sentido general.
Esta realidad es muy palpable por lo menos en el Distrito Judicial de Santiago, donde los fiscales defienden los delincuentes abiertamente y sin sonrojo.
Es muy significativa la cantidad de querellas y denuncias que se quedan engavetadas en los archivos del Ministerio Público.
En la realidad el Ministerio Público es una especie de aliado estratégico del violador de la ley penal.
Esa, sin lugar a dudas, es la causa de que la República Dominicana esté copada de todo tipo de violencia y delincuencia.
La falta de un régimen de consecuencia genera tanta violencia que la sociedad ya ve el fenómeno como propio de su entorno, de su diario vivir.
Lo ocurrido en Villa Vásquez fue porque las acciones delincuenciales de esa fiscal y los policías involucrados fue tan evidente y común que no resistía ya más tolerancia.
Hasta un ciego podía ver sus inconductas y entonces llegó la hora de develar un comportamiento que es generalizado en el Ministerio Público.
El país anda manga por hombro y las consecuencias de esa conducta corrompida del Ministerio Públic0 la tiene que pagar el ciudadano de a pie.
El que menos puede pagar las tarifas que tienen los fiscales y policías para darle seguimiento a un caso o para por lo menos simular una eficiencia que no tienen.
Lo malo de esta triste realidad es que con ese comportamiento del Ministerio Público todos estamos en peligro.
No importa su lugar en la pirámide social, lo cierto es que la vida de todos corre serios peligros porque murió el estado de derecho.
Sólo habría que verse en el espejo de lo ocurrido en Villa Vásquez para deducir que nuestras vidas es una especie de pedazo de carne que puede ir a la boca de cualquier perro realengo, desesperado por saciar su salvaje hambre.
Así es el delincuente, que no tiene miramiento a la hora de atacar y la mejor comparación que se puede hacer de manera figurada es precisamente con el perro de la calle, el que no tiene dueño ni domicilio.
El que no tiene que ser fiel ni sentir amor por su dueno, porque no lo tiene y solo sabe atacar cuando siente la necesidad de la sobrevivencia.
En pocas palabras, somos nada, absolutamente nada, porque estamos a marced del delincuente insensible y sin conciencia.