Opinión
Tan solo un gobierno decente
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6 años agoon
Por Andrés L. Mateo
Desde la historia en movimiento que se desplegó tras el ajusticiamiento del tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina en el año 1961, todo nuestro martirologio ha sido empujado por la aspiración de tener un gobierno decente. Juan Bosch es un guiño lejano, y se subordina la inutilidad del gesto, la desgracia cruel de otorgar a una realidad cínica, la fianza de una moral noble. Ulises Francisco Espaillat sestea en el chirrido de la impotencia. Soñó con un gobierno de maestros, y su decepción se estrelló en el plural invisible de una sociedad saqueada. Somos un país de mortajas ardientes, y nos recostamos en las memorias dolidas de perdidas batallas.
Pero mienten los que pregonan que hemos tenido los gobiernos que nos merecemos, porque sobre la opaca y rutinaria armazón de la sociedad autoritaria en que hemos vivido, siempre ha vuelto a nacer la esperanza de un gobierno decente. Toda sociedad cultiva sus propios absurdos, y por sobre las afirmaciones de Montesquieu, según el cual “la razón está en todas partes”, nosotros hemos tenido una tradición caudillista que, de acuerdo con el propio Ulises Francisco Espaillat,” nos ha obligado a vivir exiliado de la razón”. Pero hay que tomar partido por la idea de la verdad, puesto que una y otra vez nuevas ideas vuelven a ocupar el sueño de redención. En los términos del posmodernismo dominante, diríamos que esa es la narrativa oficial de quienes nos han gobernado. Y hay, en medio de la perplejidad , la incertidumbre y la duda, un sencillo sueño frugal que inunda al país: erigir un gobierno decente. Tan simple como eso: lo que queremos es un gobierno decente. Porque vivimos como en un abismo moral, y quien carece de indignación frente a la irracionalidad de la práctica política dominicana, se cercena de su realidad, y ello supondría una falta de honradez y una resignación insoportable.
Abraham Lincoln proclamó en el 1838 , que había que aferrarse con fuerza a la razón pura, para salvar a su país de una crisis de escepticismo después de la guerra de secesión. Nuestro deseo de vivir en una sociedad en la cual los gobernantes no nos avergüencen, pasa por restituir la racionalidad al ejercicio del poder. ¿Cómo tener, por ejemplo, una idea cabal de la justicia, si ante nuestros propios ojos los funcionarios del sistema judicial responden al poder político y encubren la corrupción generalizada? ¿De qué puede valer el discurso moralista en el aula de un pobre profesor que se desgañita para explicarles a sus alumnos lo que es la honradez, el bien y la verdad; si el cinismo de un funcionario ladrón tiene categoría de magisterio y valor de paradigma, y esculpe la mentira como un atributo exitoso? ¿Por qué la corrupción dominicana, siendo un antivalor, tiene su carta de triunfo asegurada en la práctica? Simplemente, porque la relación valorativa consiste en uno de los modos en que la realidad puede ser asimilada, y porque en la vida social opera un conjunto de representaciones, esquemas e ideales que determinan la conciencia y la conducta de los individuos que la integran. Los corruptos son paradigmas exitosos, y los “líderes sociales” los albergan axiológicamente neutralizados. Nadie los repudia, el medio los asimila como héroes y bajo el manto de amparo de la impunidad se cuelan como paradigmas sociales.
En la coyuntura política actual es necesario gritar a pleno pulmón la determinación colectiva de vivir en una mejor sociedad. No podemos reproducir el país real en que vivimos. Y no podemos arroparnos en el destino que nos quieren imponer los que hoy gobiernan esta nación. Tan solo un gobierno decente, es todo lo que pedimos, lo que anhelamos y pagado con un largo martirologio. Mienten los que pregonan que hemos tenido los gobiernos que nos merecemos, porque sobre la opaca y rutinaria armazón de la sociedad autoritaria en que hemos vivido, siempre ha vuelto ha nacer la esperanza de un gobierno decente. Ahora también.
Por Isaías Ramos
En el artículo anterior, “Cuando trabajar no alcanza”, mostramos lo esencial: en nuestro país hay trabajadores a tiempo completo que, aun cumpliendo con todo, no alcanzan el costo de la canasta básica. Hoy toca cerrar el círculo con una pregunta inevitable: si el Estado asegura que no tiene margen para indexar el ISR ni para acercar los salarios a la canasta, ¿cómo sí lo tiene para blindar exenciones y subsidios que ya rondan el medio billón de pesos al año?
La comparación es contundente: alrededor de RD$19 mil millones para cumplir la indexación —lo mínimo para que la inflación no se coma el salario por la vía del impuesto— frente a más de RD$500 mil millones en gasto tributario y subsidios no focalizados. Esa diferencia no es técnica; es moral. Es un impuesto silencioso al trabajo para sostener privilegios que casi nunca rinden cuentas.
No hablamos de milagros, sino de coherencia constitucional.
Primero derechos; después privilegios.
La indexación es justicia básica; que el salario cubra la canasta es dignidad mínima. Cuando eso no ocurre, todo lo demás se convierte en una transferencia regresiva: recursos públicos arriba y salarios de subsistencia abajo.
Lo vemos en historias como la de Marta, cajera en una tienda que abre seis días a la semana. Gana el salario mínimo del tramo superior y aun así no le alcanza para transporte, alimentos y educación básica de sus hijos. Todos conocemos una Marta. Su caso no es la excepción; es el reflejo de un modelo.
Reconocemos, sin ambigüedades, que ciertos sectores han traído inversión y empleo. Pero en un Estado Social y Democrático de Derecho, la prioridad no se discute: derechos primero, incentivos después. Si un sector recibe exenciones millonarias durante décadas, la contrapartida mínima es un salario mediano por encima de la canasta y una reducción verificable de la informalidad. Y si los beneficios se justifican por su aporte, ese aporte debe comprobarse con datos públicos.
Las preguntas son simples, y las respuestas deberían serlo también:
- ¿Cuál es su salario mediano y qué parte de la canasta cubre?
- ¿Cuál es su aporte fiscal neto, descontadas exenciones y transferencias?
- ¿Qué metas salariales y de formalización han cumplido —auditadas y con plazos—?
Si esas respuestas no existen, la falla no está en quien critica, sino en un modelo que evita mirarse al espejo.
Cuando miramos la región, el panorama se vuelve más claro y más crudo. Llevamos décadas creciendo alrededor de 5 % anual, más del doble del promedio latinoamericano. Sin embargo, datos del Banco Mundial muestran que menos de 2 % de los dominicanos ascendió de grupo de ingreso en una década, frente a un 41 % regional. Es una de las movilidades más bajas de América Latina: un motor económico de alta potencia montado sobre una carrocería social demasiado frágil.
A eso se suma un mercado laboral con alrededor de 55 % de informalidad, superando un promedio regional que ya bordea la mitad. Millones de personas trabajan sin contrato, sin protección y sin capacidad de negociación. Mientras tanto, el salario mínimo formal del sector privado no sectorizado —según el tamaño de la empresa— oscila hoy entre unos RD$16,000 en las microempresas y cerca de RD$28,000 en las grandes, y ni siquiera en su tramo superior alcanza el costo de la canasta familiar nacional, que ronda los RD$47,500, ni la canasta del quintil 1, situada en torno a RD$28,400. La mayoría de los trabajadores informales ni siquiera se acerca a esos montos.
Ahí está el nudo del modelo: un PIB que corre por delante del promedio regional, con salarios más bajos, más informalidad y menor movilidad que casi todos. Ahí es donde la retórica del “milagro” deja de coincidir con lo que millones viven cada día: jornadas largas, ingresos insuficientes y un crecimiento que no se traduce en dignidad.
Y, mientras tanto, la indexación —que solo evita que el impuesto castigue el salario— se presenta como inalcanzable. No lo es. Lo inalcanzable es pretender estabilidad congelando la protección del trabajador mientras se blindan privilegios que nadie revisa con lupa desde hace décadas. Eso no es estabilidad; es un subsidio a la precariedad.
La discusión no es “si hay dinero”, sino de dónde es justo que salga.
¿De quienes ya no pueden más, o de exenciones que llevan medio siglo sin evaluación seria?
¿De la nómina de la clase trabajadora, o de regímenes especiales convertidos en vacas sagradas?
En el Frente Cívico y Social entendemos que la guía es simple y está escrita en la Constitución. El artículo 62 establece, entre otras cosas, que es finalidad esencial del Estado fomentar el empleo digno y remunerado y, en su numeral 9, consagra el derecho a un salario justo y suficiente para vivir con dignidad. No es poesía; es mandato. Si el salario mediano de un sector no cubre la canasta, ese sector no cumple con la dignidad mínima. Y si además recibe exenciones, la obligación de rendir cuentas es aún mayor.
Y porque no hay dignidad sin desarrollo, no olvidemos lo esencial: salario digno es demanda interna, productividad futura y estabilidad social. Con sueldos de miseria no se construye un mercado interno robusto, no se fortalece el capital humano, no hay escalera de movilidad. Lo que se “ahorra” hoy en salarios bajos se paga mañana en menor crecimiento y mayor conflictividad.
En una frase: un país que se respeta no pone el privilegio por encima del salario, ni el incentivo por encima de la dignidad. Cuando la política honra esa jerarquía, la estadística deja de ser consuelo y se convierte en vida vivible.
Despierta RD.
Las escaseces de divisas, alimentos, medicamentos, salarios y servicios públicos, como la electricidad, etc., predominan y se agravan en Cuba, donde no ha estallado una poblada contra el orden socio-político instaurado principalmente por la comprensión ciudadana del inhumano bloqueo económico-financiero y comercial de Estados Unidos y su inspiración en el líder histórico de su Revolución, Fidel Alejandro Castro Ruz. Ese prodigio comprueba el poder de la ideología y la herencia de los sistemas de valores como pilares para mantener el control del Estado.Opinión
La Corte Penal Internacional y los tribunales penales internacionales (2 de 2)
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15 horas agoon
diciembre 5, 2025Por Rommel Santos Diaz
La naturaleza sui generis de los tribunales Ad-Hoc los constituye al mismo tiempo como jurisdicciones que tienen un carácter limitado tanto ratione temporis como ratione loci.El Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia solo tiene competencia para juzgar los crímenes cometidos a partir del 1 de enero de 1991 en el territorio de la Ex República Federal Socialista de Yugoslavia mientras que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda tiene una competencia temporal aún más restringida dado que sólo puede juzgar los crímenes cometidos durante el año 1994 en el territorio de Ruanda.
Por su parte, la Corte Penal Internacional es un tribunal permanente que tiene una competencia ratione temporis de carácter prospectivo, vale decir, se aplica sólo a los crímenes cometidos luego del 1 de julio del 2002, fecha de la entrada en vigor de su Estatuto. Además, su competencia ratione loci se basa en el principio de territorialidad y no en el principio de jurisdicción universal.
Por otro lado, conviene destacar que la forma de creación de los tribunales penales internacionales determina a su vez el modo como estos tribunales internacionales se relacionan con las jurisdicciones internas.
Así por ejemplo, la Corte Penal Internacional se rige por el principio de complementariedad en relación a la jurisdicción interna de los Estados. Esto tiene particular relevancia en los casos de competencia concurrente con la jurisdicción nacional, dado que la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y del Tribunal Penal Internacional no es complementaria de la jurisdicción nacional, sino que en su lugar se trata de una jurisdicción internacional que tiene primacía sobre las instancias nacionales.
Lo anterior permite que en cualquier estado de un proceso ante un tribunal nacional tanto el Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda puedan requerir a los tribunales nacionales la remisión del caso a sus respectivas competencias.
En relación a la existencia de mecanismos de cooperación judicial entre los tribunales penales internacionales, es pertinente subrayar que esta instituciones responden a principios distintos de aquellos que son propios del derecho penal internacional propios del derecho internacional privado y es en esta línea conservadora que ninguno de los estatutos de los tribunales internacionales contiene disposiciones específicas sobre cooperación entre ellos.
Así por ejemplo, el Estatuto de Roma regula las relaciones de cooperación y asistencia judicial sólo entre los Estados Parte y la Corte Penal Internacional y conforme al Artículo 2 de su Estatuto, se prevé en virtud del acuerdo entre la CPI y las Naciones Unidas, relaciones de cooperación con esta organización internacional.
Por tanto, el tratado de Roma no contiene referencias relativas a la forma como la Corte Penal Internacional podría vincularse con otros tribunales del sistema de justicia penal internacional.
Finalmente, tal como se observa en las líneas precedentes no existe un vínculo normativo entre la Corte Penal Internacional y los tribunales Ad-Hoc . No obstante, es innegable que la valiosa y extensa jurisprudencia del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda servirán como referente en el desarrollo del trabajo jurisprudencial de la CPI.
