Por Juan Bolívar Díaz
Que la mitad de los dominicanos y dominicanas todavía no tengan agua potable dentro de sus viviendas es de por sí uno de nuestros más terribles indicadores de pobreza, de que aún vivimos en la premodernidad. Y la cosa es peor porque parte considerable de los afortunados no la disponen más que esporádicamente, a veces uno que otro día de la semana.
Que gran parte de nuestras ciudades no hayan sido incorporadas al saludable sistema del alcantarillado sanitario, es otro terrible indicador de pobreza. La situación es particularmente grave en la gran urbe capitalina, donde vive más de la tercera parte de la población nacional, y apenas el cinco por ciento está conectado a un obsoleto y antiguo sistema de alcantarillado, según ha reiterado por Teleantillas el director de la Corporación del Acueducto y Alcantarillado de Santo Domingo, Alejandro Montás.
Pero todavía es más espantoso escuchar a ese funcionario decir por televisión que la mitad de las 36 plantas de tratamiento de las aguas sanitarias de que dispone la urbe están fuera de servicio y en lento proceso de reparación, por falta de recursos financieros y que es lenta también la construcción de ocho nuevos sistemas.
La consecuencia de ello es que los deshechos sanitarios se acumulan en el subsuelo o van, a través de inmundas cañadas, a contaminar los ríos Isabela y Ozama y posteriormente el litoral sur de la capital. Del subsuelo extraen el agua para más de la tercera parte de la población capitalina, especialmente en los barrios norteños, donde se recibe el líquido vital contaminado. Muchas nuevas urbanizaciones se levantan sin incluir adecuadas soluciones sanitarias y es frecuente que se instalen sistemas de extracción en áreas de influencia de vertederos. El lunes pasado en Villa Consuelo la población protestó en las calles cuando las “aguas negras” brotaron e inundaron hasta áreas del hospital Félix María Goico.
Si la situación no deriva en mayores problemas de salubridad es porque son muy pocos los que se animan a consumir el agua “potable” que se les sirve, pero ello agrava considerablemente su costo, constituyendo una inequidad e iniquidad inconcebible, porque son los más pobres, a quienes no les llega, los que tienen que destinar mayor proporción de sus ingresos para abastecerse, incluso comprándola por latas o tanques.
Como si todo eso fuera poco, Montás revela que aún 264 empresas agroindustriales vierten sus aguas residuales a los dos ríos que circundan a Santo Domingo, contribuyendo a agravar la situación, sin que por el momento se verifique ningún esfuerzo prometedor de una solución a esta gran contaminación pluvial.
La contaminación de las aguas del subsuelo, ríos y mar, se verifica por igual en las zonas turísticas. Un profesional del sector sostiene que la situación es tan crítica, y del conocimiento de los organismos públicos y privados, que no se publican los resultados de la mayoría de los análisis de laboratorio o simplemente no se realizan sistemáticamente para no escandalizar.
He ahí pruebas irrefutables de nuestro nivel de pobreza, sobre todo en la planificación y las prioridades, porque los recursos han alcanzado para una gran y moderna red vial de circulación y hasta para obras faraónicas o desproporcionadas como el famoso Faro a Colón o el legendario aeropuerto internacional de Barahona, o incluso el de Samaná.
Más que la escasez de recursos financieros, lo que resalta es la pobreza de nuestros políticos que prefieren las obras de relumbrón. Por eso no han estado interesados en construir alcantarillados sanitarios, porque no se ven, y a Dios que reparta suerte.