A propósito de hoy lunes celebrarse en la República Dominicana el Día de la Altagracia, el papa Juan Pablo II, ese hombre de rostro angelical que dirigió la Iglesia Católica hasta su muerte, pronunció unas palabras en la basílica de la Virgen de la Altagracia en Higuey que merecen ser recordadas por su gran trascendencia, su penetrante contenido, sobre todo en unos días en que la violencia, la avaricia, el egoísmo y el interés enfermizo sólo por la consecución de bienes materiales, mientras la debilidad espiritual se apodera de nuestros hijos, nuestros padres, nuestras familias en sentido general, toman cuerpo y se hacen gigantes, imponiendo una nueva cultura que pone en peligro la integridad física y moral de toda la sociedad.
En su mensaje desde la basílica de Higuey decía Juan Pablo II, luego de invocar la bondad y la grandiosidad de la Virgen de la Altagracia, patrona del pueblo dominicano, que «interceda ante tu hijo para que esta tierra sea de paz y de esperanza, donde el amor venza al odio, la unidad a la rivalidad, la generosidad al egoísmo, la verdad a la mentira, la justicia a la iniquidad, la paz a la violencia y haz que sea respetada siempre la vida y la dignidad de cada persona, la identidad de las minorías étnicas, los legítimos derechos de los indígenas, los genuinos valores de la familia y de las culturas autóctonas».
Esas palabras de Juan Pablo II, un ser que irradiaba confiabilidad, amor hacia todos y todas, tienen mucho mayor dimensión y deben ser tomadas en cuenta hoy y siempre, cada día, cada minuto, cada segundo de nuestras vidas para que construyamos una sociedad mejor; menos violenta, más humana, más justa, donde nuestros hijos y nuestros nietos tengan derecho a disfrutar de una vida mejor.
El mensaje de Juan Pablo II, el Papa viajero como se le conocía, implica en sí mismo un verdadero estado de derecho, el cual sólo puede ser posible en una sociedad regida por valores auténticamente democráticos que propicien una mejor distribución de las riquezas nacionales y donde el Estado sea lo suficientemente garantista, sobre todo para los que menos tienen, para las amplias mayorías nacionales a través del cumplimiento de su rol de satisfacer necesidades sociales.
La devoción por la Virgen de la Altagracia en la República Dominicana propicia un día de reconciliación, de paz en todos los estratos de la sociedad, porque como muy bien lo dijo Juan Pablo II, «decir América es decir María» y agregaba » te venero con todos los pastores y fieles de este continente, en todos los santuarios e imágenes que llevan tu nombre, en las catedrales, parroquias y capillas, en las ciudades, las aldeas, junto a los océanos, ríos y lagos, en medio de la selva y las altas montanas te invoco con los idiomas de todos sus habitantes a lo largo y ancho de estas tierras benditas, que son tuyas».
Y exactamente así pasa en la República Dominicana porque la Virgen de la Altagracia forma parte de la dominicanidad, viene de las propias entrañas de un pueblo que ama el trabajo, el progreso y que históricamente ha sido hospitalario, solidario y desprendido, sobre todo con el más necesitado.
La República Dominicana es un país que debía tener mejor suerte, porque es tierra de gente buena, donde el vecino siempre ha estado dispuesto a repartir su bocado de comida con el hambriento, con aquel que no puede producir para el sustento diario de la familia, fruto de que las políticas públicas equivocadas nos han llenado de pobreza, miseria y de enfermedades infectocontagiosas.
Hoy 21 de enero, día de la Virgen de la Altagracia, deben permanecer en un pedestal muy alto las palabras de un papa que repartió amor, con sinceridad y abnegación.
Las palabras de Juan Pablo II el 12 de octubre de 1992, fecha en que visitó la República Dominicana, al cumplirse 500 años del llamado descubrimiento de América y de la evangelización, fue un mensaje para que perdurara para siempre y se convirtiera en un documento de consulta para gobernantes y gobernados, para todos, absolutamente para todos.