Por Rosario Espinal
Durante los últimos 40 años, el capitalismo predicó el neoliberalismo y la globalización como panacea para la prosperidad. Se promovió la privatización, el achicamiento del Estado, los recortes sociales y la liberalización de los mercados, en contraposición al keynesianismo proteccionista que surgió de la Gran Depresión, con un Estado más interventor en regulaciones y programas sociales para mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía.
A partir de 1980, América Latina vivió un proceso de inserción al capitalismo neoliberal que trajo fuertes tensiones sociales, justo durante los procesos de apertura democrática en la región.
En Europa Oriental se produjeron las transiciones del comunismo al capitalismo, y en Asia y África se expandió el capitalismo en sociedades mayormente enjauladas en diversos tipos de regímenes autoritarios.
Mientras el capitalismo neoliberal enfatizó que la globalización traería bienestar para todos, el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación amplió vertiginosamente las expectativas de consumo en el mundo. El internet echó raíces y para principios de este siglo el celular se convirtió en herramienta de uso masivo, reproductor de mensajes de modernidad y prosperidad.
En muchos países, sin embargo, mucha gente ha enfrentado serias dificultades para encontrar buenos trabajos, aumentar sus ingresos y acceder al consumo deseado. O sea, la promesa de prosperidad no ha encontrado concreción en sus vidas.
Se ha producido una precarización del trabajo que ha motivado procesos migratorios dentro de los países del capitalismo desarrollado, y, sobre todo, desde los menos desarrollados hacia el capitalismo central en busca de mejor vida.
He aquí entonces una gran contradicción del capitalismo contemporáneo: para expandir la acumulación de capital, el sistema se globalizó. Al hacerlo de manera muy desigual se han gestado ejércitos de trabajadores precarizados, no necesariamente depauperados como en épocas anteriores, que no han podido alcanzar el bienestar prometido y esperado.
En los países capitalistas desarrollados esa contradicción ha sido aligerada porque la democracia política ha obligado a detener el declive económico con la asistencia social; pero aún en esos países, muchos han quedado atrás o retrocedieron.
La pandemia de la COVID-19 aceleró lo que se veía venir: el declive del orden neoliberal del capitalismo global por los procesos de empobrecimiento relativo de los trabajadores en el capitalismo avanzado, con su creciente fervor hacia líderes populistas de ultraderecha nacionalista (ahí Trump), y por el crecimiento económico de China, convertida desde la década de 1990 en la gran zona franca de producción del capitalismo, ahora con aspiraciones imperiales.
Así pues, la pandemia, el creciente poder chino y la incursión militar de Rusia en Ucrania han agudizado la desestabilización del orden neoliberal y geopolítico que se estableció en la última parte del siglo XX. Esto conllevará más medidas económicas proteccionistas y más armamentismo.
Aunque se habla mucho de multipolaridad, y hay evidencias de que eso ocurre después de terminada la Guerra Fría, difícilmente el mundo llegue a una multipolaridad de coexistencia pacífica.
En las confrontaciones actuales subyace la definición de cuál será el imperio del siglo XXI.

Desde 1950, tres años a posteriori de su creación -1947- la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos comenzó a instrumentalizar a periodistas para manipular y moldear a la opinión pública mundial, en una abominable labor de zapa, en el cenit geopolítico de la Guerra Fría entre dos superpotencias imperiales. Su proyecto primigenio, y el más escalofriante, ha sido la encubierta Operación Mockingbird, mediante la cual se ocultaron y tergiversaron informaciones para influir a favor de los designios norteamericanos, y desde 2019 ejecuta a gran escala una campaña de reclutamiento para difundir noticias y entretenimiento en redes sociales y plataformas streaming.
En el artículo anterior, “Cuando trabajar no alcanza”, mostramos lo esencial: en nuestro país hay trabajadores a tiempo completo que, aun cumpliendo con todo, no alcanzan el costo de la canasta básica. Hoy toca cerrar el círculo con una pregunta inevitable: si el Estado asegura que no tiene margen para indexar el ISR ni para acercar los salarios a la canasta, ¿cómo sí lo tiene para blindar exenciones y subsidios que ya rondan el medio billón de pesos al año?
A diferencia de la Corte Penal Internacional, cuyo estatuto es el resultado de varios años de debates y de la Conferencia de Plenipotenciarios, los tribunales Ad –Hoc para la Ex Yugoslavia y Ruanda son la expresión de una respuesta a dos situaciones específicas caracterizadas por la comisión de atrocidades en el territorio de estos países.