Por Rosario Espinal
No es la euforia ni la fiesta; es la sensación de contemplar el tiempo con un ritmo diferente, los olores a frutas y pinos, las luces que inundan los vecindarios.
La tristeza pega fuerte, no tanto así la alegría, pero tengo la sensación de que, en las navidades y el fin de año, aunque muchos sientan tristeza, la alegría permea el ambiente.
Risas y lágrimas circundan las cofradías y visitas, los regalos deseados y rechazados, el exceso de comida o la frugalidad impuesta por las estrecheces económicas.
Todo se condensa en la posibilidad de lograr compenetración humana para probar la existencia.
En los países de tradición cristiana, estamos compelidos a definir este tiempo de alguna manera. No hacerlo crea un profundo sentido de soledad, de desajuste social, de extrañeza y hasta de desquiciamiento.
Este no es tiempo de pasar por alto, aunque se intente. La música, los olores, el trajín, las felicitaciones, las celebraciones se imponen y no pueden ser ignoradas fácilmente.
Cuando hay sintonía con la algarabía, la Navidad y el Año Nuevo son exuberantes; abundan los momentos para expresar el deseo de conexión, el cariño y la satisfacción que produce la intimidad o el intento de vivirla.
Pero, cuando el estado anímico es antagónico, éste se convierte en un tiempo penoso; el refugio puede ser cualquier cascarón disponible.
En este tiempo nos hacemos más conscientes de nuestros propios dilemas en la conexión con los demás. La angustia se reduce al simple enunciado de “me gusta” o “no me gusta” la Navidad. ¿Y qué puede gustar o no?
El ambiente festivo es razón para agradar. El motivo de la celebración debería ser razón suficiente de regocijo para los cristianos. Incluso toda la parafernalia comercial de la época tiene su encanto visual.
Pero la disonancia humana ante el deber de sentir alegría puede abrumar, ya se exprese en rechazo a la agitación de la época, en la tristeza que evoca este tiempo, en el gasto excesivo que desajusta el presupuesto, o en el exceso de comidas que obliga a dietas amargas en enero.
Estoy entre quienes sienten especial alegría en la Navidad. Me ilusiona escuchar los villancicos de la niñez y la adolescencia, sentir el frío severo o ligero dependiendo del lugar donde me encuentre, disfrutar la variedad de ritmos que resuenan desde el Aleluya hasta un cadencioso merengue, y me encanta el rocío tropical en las madrugadas de diciembre.
En el esplendor navideño trato de disfrutar antes del 24 para prolongar los encantos de la época. La anticipación es la manera de extender el estado de alegría que me provoca este tiempo.
No es la euforia ni la fiesta; es la sensación de contemplar el tiempo con un ritmo diferente, los olores a frutas y pinos, las luces que inundan los vecindarios.
Y es que disfrutar mientras contemplo es mi acervo de alegría; es intangible, nunca he podido manufacturarla. La prolongo en la tranquilidad, bien resguardada, sin mayores esfuerzos; cualquier alboroto puede aniquilarla.
Quizás por eso en distintas tradiciones religiosas hay una larga historia de contemplación. Ha sido una forma de acercarse a un ser superior que potencialice la ilusión de felicidad, sentir la humanidad y la posibilidad de salvación