Por Rosario Espinal
Pensamos que nuestros derechos dependen de la negación de otros. Queremos acaparar en vez de compartir. Pensamos que, si no ganamos, perdemos, y antes de perder, hay que identificar a quien ganarle.
Aunque los seres humanos veneran el amor, la condición social humana está marcada por la construcción de identidades en torno a las diferencias y antagonismos con los demás.
La familia es el primer grupo que encontramos en la vida; a partir de ella ampliamos y eliminamos relaciones porque, al nacer, ya los adultos en cada familia han elaborado posicionamientos en relación con los demás.
Y es que cada familia está anclada en determinadas condiciones sociales que nos dan acceso o nos restringen el acceso a determinados bienes, servicios y relaciones. La familia es un gran marcador social que ningún recién nacido escoge. Ahí llegamos y comenzamos a formarnos.
Las escuelas no son el universo igualitario que se supone, aunque en las sociedades modernas están supuestas a hacernos más igualitarios a través del conocimiento y las destrezas que impulsan la movilidad social. La calidad de la educación es disímil.
Más aún, aunque las escuelas están encargadas de hacernos más humanos, son campos de conflictos. De ahí, por ejemplo, el llamado bullyingmediante el cual unos denigran a otros a partir de alguna condición física, sicológica o social.
Las religiones, destinadas a predicar el amor y la salvación, son también campos de lucha y discriminación. Cada una promueve la verdad absoluta de sus creencias y sin contemplaciones califican a otras de falsas. Han sido razón de guerras, y se colocan en posición de superioridad con la verdad absoluta que les permite establecer qué es bueno y malo, quien es bueno y malo.
Las naciones, precedidas por tribus, se organizan a partir de sus diferencias con las demás. Guerras atroces han caracterizado la historia de la humanidad hasta nuestros días, cada cual, con su antorcha del bien y del mal.
Ahora tenemos las redes sociales donde abundan las mentiras y los insultos, y en el mejor de los casos, el simple espectáculo. Cualquiera se convierte en detractor de otros con una opinión interesada.
La gente se siente empoderada porque su palabra puede llegar a muchos, aún carezca de relevancia, y la opinión pública es un río desbordado sin cauce humanizador. La tirantez es más emocionante que la solidaridad.
La democracia es una gran conquista de la humanidad. El único régimen social que, a pesar de sus imperfecciones, ha otorgado derechos a amplios segmentos sociales y promueve la convivencia en la diversidad. Pero no lo ha logrado, por lo menos todavía. La política sigue siendo una brutal lucha de poder.
Seguimos buscando enemigos para humillarlos, rechazarlos, negarle derechos, ganar batallas, sentirnos superiores.
Porque, a pesar de tanta destrucción que nos muestra la historia, no hemos aprendido a aceptar los límites que debemos imponernos para poder convivir con los demás. Pensamos que nuestros derechos dependen de la negación de otros. Queremos acaparar en vez de compartir. Pensamos que, si no ganamos, perdemos, y antes de perder, hay que identificar a quien ganarle.
Por eso hasta el amor se convierte en una quimera; y a quien se ama hoy, se puede odiar mañana por cualquier razón.
Por eso vivimos en riesgo constante de una catástrofe nuclear