Por Rosario Espinal
Los gobiernos anuncian programas de combate, la policía es con frecuencia inepta o cómplice, y el espacio urbano se torna tierra de nadie.
Uno de los fenómenos más impactantes de las últimas dos décadas es el aumento de la delincuencia y la sensación de miedo que cunde en la sociedad dominicana. Crecieron las verjas, se enrejaron las ventanas y puertas y entrar o salir de una vivienda es una odisea. Ojalá no se produzca un terremoto o incendio, porque correr en medio de un aprieto puede ser funesto.
La delincuencia y la sensación de miedo o inseguridad desgarran la sociedad. Disminuye la confianza en los demás, atrofia la camaradería social y la gente se torna intolerante o miserable.
No siempre hay absoluta correspondencia entre los hechos delincuenciales y la sensación de miedo, pero la percepción de inseguridad que circunda indica que la delincuencia, sea mayor o menor de lo que se dice, atemoriza mucha gente.
De hecho, datos de encuestas en el país muestran que la sensación de inseguridad es mucho mayor que la realidad delincuencial, y es normal, porque, por ejemplo, un asalto no solo atemoriza a las víctimas directas, también a quienes se enteran.
En la sociedad dominicana se ha producido simultáneamente un aumento de la delincuencia callejera, del narco y microtráfico, baja confianza en la Policía, una sensación de desprotección pública, un aumento en las expectativas de bienestar con limitadas opciones de movilidad social, y un aumento de medios y redes que propagan información y desinformación.
Este es un terreno fértil para gestar una fuerte sensación de inseguridad en la ciudadanía.
Ante la desprotección pública, la gente ha recurrido a soluciones privadas. Los que tienen recursos enrejan sus viviendas, contratan guachimanes o serenos, adquieren armas de fuego o se van del país. Los pobres quedan expuestos al peaje barrial, a menos que se organicen bien para contener la criminalidad.
Cada episodio delincuencial en cualquier estrato social se convierte en reforzador de la sensación de miedo, del encerramiento en el espacio privado, y de las urgencias de protección personal.
Cada incidente delictivo trae una historia, ya sea que alguien muestre arañazos porque le halaron la cadena, o perdió toda la documentación porque le llevaron la cartera, o le robaron la yipeta, o un trepador subió al quinto piso en un edificio.
Los medios de comunicación son productores y reproductores del miedo. Las imágenes y reportajes escenifican la sumatoria de incidentes violentos: muertos, heridos y asaltados constituyen material periodístico que generan pánico colectivo. La realidad del drama se fusiona con el sensacionalismo y se magnifica el miedo.
El encerramiento individual llevado al plano colectivo convierte las ciudades y barrios en espacios vacíos, tenebrosos, que se hacen aún más propicios para la delincuencia.
Los gobiernos anuncian programas de combate, la policía es con frecuencia inepta o cómplice, y el espacio urbano se torna tierra de nadie para concretizar la realidad y el discurso del miedo.
Las medidas claves para enfrentar la delincuencia se conocen, lo difícil es aplicarlas. Aquí las enuncio: oportunidades educativas y laborales para jóvenes en condiciones socioeconómicas vulnerables, una policía patrullera efectiva y honesta, y adecuada iluminación en las calles. Manos a la obra a ver qué se logra