Los vendedores ambulantes arropan las ciudades… ¿quién los controla?
SANTO DOMINGO. Arepas, huevos hervidos, chicharrones, longaniza, carne frita, queso con galletas, espaguetis y salami con tostones, «jociquito», tripita, morcilla, yaniqueques, maíz en mazorca, batata asada, pasteles en hoja, frutas peladas y enteras, dulces, semillas, empanadas, quipes, chimichurris, mabí, frío – frío, esquimalitos, palitos de coco, agua en botellas, agua en funditas…
Y nos quedamos cortos. Es difícil recorrer cien metros en esta ciudad, sin encontrar alguien que venda «algo». La mayoría de las veces, sin ninguna idea de la responsabilidad que tiene entre manos o sobre su bandeja.
¿Ustedes saben el peligro que corre un ciudadano, al degustar cualquiera de estas «delicias» ofrecidas bajo una temperatura ambiente de casi 40 grados, respirando CO2, y recibiendo lluvia de sudor? ¿Alguien sabe si los que prepararon esos alimentos están fisiológicamente sanos o si el agua que utilizaron para prepararlos es potable? ¿Alguien se ha atrevido a mirar profundamente dónde hierven las mazorcas de maíz?
Que conste que para salir a robar, atracar o vender drogas, es preferible contar con mil personas ganándose la vida honradamente en las calles, pero no a costa de la salud colectiva, ni tomando por asalto la vía pública contaminando el área con desechables no degradables, ni vertiendo aceite frito en las tuberías.
Todos conocemos a personas, que aún trabajando de sol a sol, les resulta muy difícil producir para algo más que poner comida en la mesa un par de veces al día. Por eso, uno se alegra de corazón al ver cómo poco a poco el negocio de un ciudadano progresa.
Es el caso de este señor, que comenzó con una mesita y un fogón de gas vendiendo tostones con salami fritos de desayuno en el corazón de Piantini. En menos de un año, el negocio ha florecido: tiene 3 mesitas, dos fogones, un exhibidor, una doña que fríe, otro señor que despacha, una lona azul para proteger a los parroquianos del calor, media docena de sillas, una camioneta y los mismos tostones con salami, con opción de espaguetis guisados, y algo que apenas atisbo a identificar en lo que cambia la luz.
Pero la alegría por su progreso económico no impide que reclame que su negocio sea regulado y supervisado por autoridades competentes. Pero no por la DGII para quitarle de sus ganancias en su voraz cacería impositiva sin retorno, ni por la Amet o la Policía, que son sus primeros clientes, pero sí por un organismo que certifique mínimamente las condiciones de preparación y venta de la mercancía, y les enseñe a estos manipuladores de alimentos los lineamientos mínimos para cuidar, no sólo su producto, sino también la salud de todos sus usuarios.
En cualquier país del mundo -la parte civilizada, claro-, hasta el que vende ilusiones tiene un carnet, y tiene que registrarse en el ayuntamiento y en una oficina de salud pública. No es posible que estemos a merced de que cualquiera, por mucha necesidad y buenas intenciones que tenga, se autoproclame chef, y nos enferme a todos. Hasta los que no consumimos, porque el desorden y la suciedad queda para todos.
Ayudemos a estas personas que se ganan la vida honradamente ofreciendo sus productos en las mejores condiciones posibles. ¿A quién se le escribe? O más importante aún, ¿quién responde?
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