Por Rosario Espinal
Cuando los hombres pierden el control y la posibilidad de obtener resultados deseados de su proactividad, se cabrean. Y, cuando se cabrean, surge el gran peligro.
En los últimos 60 años se han producido cambios significativos que han impactado las relaciones entre hombres y mujeres en todo el mundo. Las mujeres se han incorporado al mercado laboral, generan ingresos, están sobrepasando a los hombres en el nivel educativo, el divorcio es ampliamente aceptado al igual que los métodos anticonceptivos, y participan más en la vida pública.
Para los hombres, esto significa compartir posiciones y funciones donde antes predominaban, y compartir tareas en el hogar que las mujeres realizaban prácticamente solas.
Ante estos cambios, muchos hombres se resisten de diversas maneras, y algunos de manera muy agresiva.
Los políticos implementan estrategias para limitar el ascenso de las mujeres a posiciones públicas, que fueron hasta hace poco de su dominio casi exclusivo. Aunque en las leyes se hable de igualdad de género, a la hora de la verdad, hay una gran disparidad: en la mayoría de los países, los gabinetes ministeriales y los congresos siguen siendo predominantemente masculinos.
En la economía, mientras las mujeres ascienden en la formación educativa y se integran al trabajo remunerado, las altas posiciones siguen siendo fundamentalmente para los hombres.
O sea, sí, hay avance para las mujeres en áreas que antes eran reservadas para los hombres; pero los hombres se resisten a que se abran más oportunidades y a compartir las tareas domésticas en igualdad.
Si contabilizamos los abusos y crímenes de género, las mujeres son las principales víctimas. Casi siempre un hombre es quien agrede a una mujer y hasta la mata (no viceversa), y una parte de esos hombres se suicida después de haber cometido el crimen contra su pareja o expareja, que usualmente no quería seguir en la relación.
Para reproducir el patriarcado, desde muy jóvenes, los varones aprenden a ejercer el poder en la búsqueda de pareja. El varón es quien tradicionalmente propone a una mujer, lo que requiere arrojo. La hembra se educa para ser pasiva y receptora, aunque ahora digan que facturan.
Limitada en su posibilidad de buscar activamente una pareja, las hembras desarrollan la incertidumbre típica de quien está atada, de quien queda a expensas de otra persona para lograr un objetivo importantísimo en la vida: emparejarse.
Así socializadas, las mujeres desarrollan una inseguridad en la subordinación que se traspasa a otros espacios (laboral, político), donde los hombres llevan la ventaja y la delantera.
Cierto, todos los seres humanos viven con niveles cambiantes de inseguridad, pero, mientras el hombre es alabado en su proactividad y autonomía, la mujer es cuestionada o denigrada en ese rol. La proactividad de la mujer se admite fundamentalmente en el cuidado doméstico. Ahí ella puede ser jefa.
Estos roles de género no son simplemente biológicos o divinos; son producto de la socialización de género en desigualdad de poder donde se cimenta el machismo.
Cuando los hombres pierden el control y la posibilidad de obtener resultados deseados de su proactividad, se cabrean. Y, cuando se cabrean, surge el gran peligro. Algunos dan riendas sueltas a la peor agresión: el asesinato llamado feminicidio