Opinión
¿La alfabetización forma parte de la calidad del sistema educativo?
Published
12 años agoon
Por Andrés L. Mateo
Conjurar el analfabetismo no tributa a la calidad del sistema educativo, y ni siquiera tiene nada que ver con las estrategias de superación de los males que acarrea la educación dominicana. El analfabetismo es un resultado de la política de exclusión social, un lastre, una deuda acumulada de los casi doscientos años de la vida republicana, caracterizados por la predominancia absoluta del autoritarismo y la inequidad.
El analfabetismo es un despojo, una negación de derechos, un exilio espiritual que condena no a quien lo padece, sino al sistema que lo propicia. La acción destinada a conjurar el analfabetismo es una acción de política social, una decisión reparadora de esa injusticia que cíclicamente se convierte en preocupación de los gobiernos, y que la realidad socioeconómica hace regresar, como la maldita piedra de Sísifo que infinitamente vuelve a rodar hacia abajo desde la cima de la montaña.
Esto es bueno aclararlo, porque si el analfabetismo es un resultado concreto de la larga hegemonía de la exclusión social, la educación es un sistema; y el combate para superar la condición de iletrados es coyuntural, mientras que el problema educativo es sistémico y estructural. Quiero escribirlo con todas sus letras frente a un país totalmente concreto, tan simple en su mismidad que desconcierta y pone a los pies de la fatalidad todo destino probable. Y porque ya es mucha la confusión que se ha generado al no distinguir entre una campaña de alfabetización concebida por un gobierno, y las necesarias políticas de transformación de las deplorables condiciones del sistema educativo dominicano.
El propio presidente Danilo Medina habló emocionado del programa de alfabetización, y dejó fluir la siguiente idea: “Con el programa de alfabetización se inicia una revolución en la educación dominicana”. Y el Ministro actual, Carlos Amarante Baret, hablando en la televisión comentó: “(…)un programa para combatir el analfabetismo que fortalece considerablemente la educación dominicana”. Y en ninguno de los dos casos es así. Eliminar el analfabetismo no equivale a una revolución en el área educativa, ni siquiera es una conquista permanente porque, como demuestran numerosos estudios, si las condiciones socioeconómicas permanecen iguales no sólo se vuelve a reproducir, sino que los mismos alfabetizadosretornan a la condición de iletrados funcionales.
¿Es saludable estimular esta confusión por la mera instrumentalización política? ¿No es impostergable la tarea de mejorar el sistema educativo dominicano, en un siglo veintiuno al que se denomina “sociedad del conocimiento”? ¿Qué puede aspirar un pobre país como el nuestro, con escasas materias primas, periferia inexorable de la globalización; que no sea preparar a sus ciudadanos adecuadamente para competir en la economía del conocimiento que caracteriza a éste siglo veintiuno? ¿No es conveniente hablar con humildad de un programa que tiene sus virtudes, pero que no es una “revolución educativa”, ni nada que se le parezca? ¿ Por qué el aspaviento demagógico quiere hacer creer que hay un nexo entre programa de alfabetización y sistema educativo?
Quienes han leído todo el pensamiento dominicano del siglo XIX saben que una de las angustias desplegada con un dolor inconmensurable por los intelectuales dominicanos decimonónicos, es la precaria formalización de la educación, y la secuela del analfabetismo.
Uno piensa a veces que no hemos salido todavía del siglo XIX. Pero hay que armarse de una purga emotiva para no volver a decepcionarse de los movimientos que hoy rodean la acción educativa. Ni el 4%, ni la alfabetización, son una revolución en la educación dominicana.
En los sistemas educativos no germinan los decretos heroicos, no hay héroes solitarios, ni pululan los vengadores altivos. Nadie hace una revolución verdadera en la educación empinándose sobre consignas y proclamas. Todo cuanto acontece en un sistema educativo es procesual.
La exigencia de mejorar los estándares educativos de éste país no dimana de la voluntad altruista de los políticos, brota de la demanda social, de la lucha de todos; y más bien insurge a pesar de ellos. El mejor ejemplo es el propio 4%, arrebatado a la cicatería de los “líderes”, que no priorizaban la inversión en educación para elevar el nivel de vida del dominicano
Por Isaías Ramos
En el artículo anterior, “Cuando trabajar no alcanza”, mostramos lo esencial: en nuestro país hay trabajadores a tiempo completo que, aun cumpliendo con todo, no alcanzan el costo de la canasta básica. Hoy toca cerrar el círculo con una pregunta inevitable: si el Estado asegura que no tiene margen para indexar el ISR ni para acercar los salarios a la canasta, ¿cómo sí lo tiene para blindar exenciones y subsidios que ya rondan el medio billón de pesos al año?
La comparación es contundente: alrededor de RD$19 mil millones para cumplir la indexación —lo mínimo para que la inflación no se coma el salario por la vía del impuesto— frente a más de RD$500 mil millones en gasto tributario y subsidios no focalizados. Esa diferencia no es técnica; es moral. Es un impuesto silencioso al trabajo para sostener privilegios que casi nunca rinden cuentas.
No hablamos de milagros, sino de coherencia constitucional.
Primero derechos; después privilegios.
La indexación es justicia básica; que el salario cubra la canasta es dignidad mínima. Cuando eso no ocurre, todo lo demás se convierte en una transferencia regresiva: recursos públicos arriba y salarios de subsistencia abajo.
Lo vemos en historias como la de Marta, cajera en una tienda que abre seis días a la semana. Gana el salario mínimo del tramo superior y aun así no le alcanza para transporte, alimentos y educación básica de sus hijos. Todos conocemos una Marta. Su caso no es la excepción; es el reflejo de un modelo.
Reconocemos, sin ambigüedades, que ciertos sectores han traído inversión y empleo. Pero en un Estado Social y Democrático de Derecho, la prioridad no se discute: derechos primero, incentivos después. Si un sector recibe exenciones millonarias durante décadas, la contrapartida mínima es un salario mediano por encima de la canasta y una reducción verificable de la informalidad. Y si los beneficios se justifican por su aporte, ese aporte debe comprobarse con datos públicos.
Las preguntas son simples, y las respuestas deberían serlo también:
- ¿Cuál es su salario mediano y qué parte de la canasta cubre?
- ¿Cuál es su aporte fiscal neto, descontadas exenciones y transferencias?
- ¿Qué metas salariales y de formalización han cumplido —auditadas y con plazos—?
Si esas respuestas no existen, la falla no está en quien critica, sino en un modelo que evita mirarse al espejo.
Cuando miramos la región, el panorama se vuelve más claro y más crudo. Llevamos décadas creciendo alrededor de 5 % anual, más del doble del promedio latinoamericano. Sin embargo, datos del Banco Mundial muestran que menos de 2 % de los dominicanos ascendió de grupo de ingreso en una década, frente a un 41 % regional. Es una de las movilidades más bajas de América Latina: un motor económico de alta potencia montado sobre una carrocería social demasiado frágil.
A eso se suma un mercado laboral con alrededor de 55 % de informalidad, superando un promedio regional que ya bordea la mitad. Millones de personas trabajan sin contrato, sin protección y sin capacidad de negociación. Mientras tanto, el salario mínimo formal del sector privado no sectorizado —según el tamaño de la empresa— oscila hoy entre unos RD$16,000 en las microempresas y cerca de RD$28,000 en las grandes, y ni siquiera en su tramo superior alcanza el costo de la canasta familiar nacional, que ronda los RD$47,500, ni la canasta del quintil 1, situada en torno a RD$28,400. La mayoría de los trabajadores informales ni siquiera se acerca a esos montos.
Ahí está el nudo del modelo: un PIB que corre por delante del promedio regional, con salarios más bajos, más informalidad y menor movilidad que casi todos. Ahí es donde la retórica del “milagro” deja de coincidir con lo que millones viven cada día: jornadas largas, ingresos insuficientes y un crecimiento que no se traduce en dignidad.
Y, mientras tanto, la indexación —que solo evita que el impuesto castigue el salario— se presenta como inalcanzable. No lo es. Lo inalcanzable es pretender estabilidad congelando la protección del trabajador mientras se blindan privilegios que nadie revisa con lupa desde hace décadas. Eso no es estabilidad; es un subsidio a la precariedad.
La discusión no es “si hay dinero”, sino de dónde es justo que salga.
¿De quienes ya no pueden más, o de exenciones que llevan medio siglo sin evaluación seria?
¿De la nómina de la clase trabajadora, o de regímenes especiales convertidos en vacas sagradas?
En el Frente Cívico y Social entendemos que la guía es simple y está escrita en la Constitución. El artículo 62 establece, entre otras cosas, que es finalidad esencial del Estado fomentar el empleo digno y remunerado y, en su numeral 9, consagra el derecho a un salario justo y suficiente para vivir con dignidad. No es poesía; es mandato. Si el salario mediano de un sector no cubre la canasta, ese sector no cumple con la dignidad mínima. Y si además recibe exenciones, la obligación de rendir cuentas es aún mayor.
Y porque no hay dignidad sin desarrollo, no olvidemos lo esencial: salario digno es demanda interna, productividad futura y estabilidad social. Con sueldos de miseria no se construye un mercado interno robusto, no se fortalece el capital humano, no hay escalera de movilidad. Lo que se “ahorra” hoy en salarios bajos se paga mañana en menor crecimiento y mayor conflictividad.
En una frase: un país que se respeta no pone el privilegio por encima del salario, ni el incentivo por encima de la dignidad. Cuando la política honra esa jerarquía, la estadística deja de ser consuelo y se convierte en vida vivible.
Despierta RD.
Las escaseces de divisas, alimentos, medicamentos, salarios y servicios públicos, como la electricidad, etc., predominan y se agravan en Cuba, donde no ha estallado una poblada contra el orden socio-político instaurado principalmente por la comprensión ciudadana del inhumano bloqueo económico-financiero y comercial de Estados Unidos y su inspiración en el líder histórico de su Revolución, Fidel Alejandro Castro Ruz. Ese prodigio comprueba el poder de la ideología y la herencia de los sistemas de valores como pilares para mantener el control del Estado.Opinión
La Corte Penal Internacional y los tribunales penales internacionales (2 de 2)
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15 horas agoon
diciembre 5, 2025Por Rommel Santos Diaz
La naturaleza sui generis de los tribunales Ad-Hoc los constituye al mismo tiempo como jurisdicciones que tienen un carácter limitado tanto ratione temporis como ratione loci.El Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia solo tiene competencia para juzgar los crímenes cometidos a partir del 1 de enero de 1991 en el territorio de la Ex República Federal Socialista de Yugoslavia mientras que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda tiene una competencia temporal aún más restringida dado que sólo puede juzgar los crímenes cometidos durante el año 1994 en el territorio de Ruanda.
Por su parte, la Corte Penal Internacional es un tribunal permanente que tiene una competencia ratione temporis de carácter prospectivo, vale decir, se aplica sólo a los crímenes cometidos luego del 1 de julio del 2002, fecha de la entrada en vigor de su Estatuto. Además, su competencia ratione loci se basa en el principio de territorialidad y no en el principio de jurisdicción universal.
Por otro lado, conviene destacar que la forma de creación de los tribunales penales internacionales determina a su vez el modo como estos tribunales internacionales se relacionan con las jurisdicciones internas.
Así por ejemplo, la Corte Penal Internacional se rige por el principio de complementariedad en relación a la jurisdicción interna de los Estados. Esto tiene particular relevancia en los casos de competencia concurrente con la jurisdicción nacional, dado que la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y del Tribunal Penal Internacional no es complementaria de la jurisdicción nacional, sino que en su lugar se trata de una jurisdicción internacional que tiene primacía sobre las instancias nacionales.
Lo anterior permite que en cualquier estado de un proceso ante un tribunal nacional tanto el Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda puedan requerir a los tribunales nacionales la remisión del caso a sus respectivas competencias.
En relación a la existencia de mecanismos de cooperación judicial entre los tribunales penales internacionales, es pertinente subrayar que esta instituciones responden a principios distintos de aquellos que son propios del derecho penal internacional propios del derecho internacional privado y es en esta línea conservadora que ninguno de los estatutos de los tribunales internacionales contiene disposiciones específicas sobre cooperación entre ellos.
Así por ejemplo, el Estatuto de Roma regula las relaciones de cooperación y asistencia judicial sólo entre los Estados Parte y la Corte Penal Internacional y conforme al Artículo 2 de su Estatuto, se prevé en virtud del acuerdo entre la CPI y las Naciones Unidas, relaciones de cooperación con esta organización internacional.
Por tanto, el tratado de Roma no contiene referencias relativas a la forma como la Corte Penal Internacional podría vincularse con otros tribunales del sistema de justicia penal internacional.
Finalmente, tal como se observa en las líneas precedentes no existe un vínculo normativo entre la Corte Penal Internacional y los tribunales Ad-Hoc . No obstante, es innegable que la valiosa y extensa jurisprudencia del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda servirán como referente en el desarrollo del trabajo jurisprudencial de la CPI.
