Por Rosario Espinal
En junio de 2005 publiqué un artículo con este mismo título. Como ha llegado enero de 2014 y persiste el debate sobre la nacionalidad dominicana que se reinició el pasado septiembre por la Sentencia TC 168/13, lo reproduzco con modificaciones para encajarlo en el espacio periodístico disponible.
Caminaba por Washington Heights en una de sus calles congestionadas cuando escuché una joven decirle a otra: “No soy negra ni blanca, soy dominicana”.
Pensé inmediatamente en las implicaciones sociológicas de la expresión en ese contexto neoyorquino. Como mulata, la joven huía de la bipolaridad racial negra-blanca y recurrió a su identidad dominicana.
Pensé también que sus palabras podrían servir de inspiración para un poema, la lírica de un merengue, o simplemente uno de mis artículos periodísticos. Proseguí mi camino en medio del hormiguero humano que circulaba aquella tarde en el Nueva York dominicano.
Más adelante me detuve a comprar frijoles con dulce que allí venden todo el año. Junto al vendedor había otro dominicano que me preguntó de dónde era. Soy dominicana, le dije, pero su incredulidad fue tal que estalló a carcajadas.
No me sorprendí, me ocurre con frecuencia en el extranjero; de todas formas desafié el compatriota para que explicara por qué creía que yo no era dominicana.
“Pareces suramericana”, dijo el señor, y rápidamente agregó en tono enfático: “no tienes el tigueraje dominicano”. Por más que intenté convencerle de que era dominicana rechazaba mis explicaciones.
Entonces, entre sonrisas y bromas, se me ocurrió hablarle en puro cibaeño. Pensé que con una prueba tan contundente de dominicanidad terminaría nuestra pequeña trifulca, y así fue. La “i” cibaeña selló mi dominicanidad.
Continué mi caminata y me pregunté: ¿en qué consiste ser dominicana? No encontré respuestas claras, pero me surgieron muchas interrogantes.
¿Consiste en venerar a Duarte, Sánchez y Mella? ¿En cantar quisqueyanos valientes alcemos, Por Amor o Quisqueya? ¿En adorar la bandera? ¿En celebrar el 27 de febrero, 16 de agosto, o el 21 de enero? ¿En leer a Pedro Henríquez Ureña, Aida Cartagena Portalatín o Pedro Mir? ¿En bailar merengue a ritmo de Joseíto Mateo, Fefita la Grande, Fernandito o Juan Luis Guerra? ¿En escuchar bachata o perico ripiao? ¿En disfrutar la pintura de Yoryi Morel o alguna otra variante del paisajismo dominicano? ¿En valorar la negritud, los palos y Villa Mella? ¿En ser anti-haitiano o anti-norteamericano? ¿En ser negra, blanca, mulata, trigueña, india clara o india oscura? ¿En comer sancocho, mangú y la bandera? ¿En celebrar cumpleaños con bizcocho y refresco rojo? ¿En ser del PRD, PLD o PRSC? ¿En glorificar a Bosch, Peña Gómez o Balaguer? ¿En ser de las Aguilas, el Licey, Escogido o las Estrellas? ¿En hablar con la “L” o con la “i”?
¿Es ser dominicano un derecho de nacimiento? ¿Debe obtenerse por herencia cultural o de suelo? ¿Quién otorga el derecho a ser dominicano: el Estado o cada quién? ¿Son dominicanos Félix Sánchez y Alex Rodríguez? ¿Será que consiste en vivir en el extranjero y enviar remesas mientras se acumulan nostalgias para el regreso?
¿Es quizás algo tan sencillo como sentirlo u olfatearlo? ¿O simplemente una manera de articular gestos, sonreír, o soltar lágrimas por gente, lugares y situaciones que nos conmueven o traen recuerdos?
¿Es usted dominicana o dominicano porque lo declara, se lo otorgan, o lo reclama? ¿Hay alguna sensación o emoción que sea particularmente dominicana? Si tuviese usted que escoger una sola, ¿cuál sería? ¿Y si fuera más de una, cuántas y cuáles escogería?
Yo me quedaría con la emoción que me produce la neblina mañanera del valle cibaeño en el mes de enero.
Artículo publicado originalmente en el periódico HOY