Si los asesinados hubiesen sido criminales, hoy la Policía fuera “orgullo nacional”.
Por Rosario Espinal
Los problemas de la Policía Nacional son producto de la decisión por décadas de mantener y ampliar el sistema de corrupción y represión policial que instaló Joaquín Balaguer.
Cuando Balaguer llegó al poder en 1966 conocía la precariedad política que enfrentaba su gobierno, a pesar de contar con el apoyo de los Estados Unidos y los militares.
Sabía que Trujillo, militar al fin, había mantenido un control férreo de los oficiales, pero él, siendo un civil, no contaba con el garrote de su antecesor para domarlos. También sabía que carecía de los recursos económicos para modernizar la Policía y las Fuerzas Armadas y que los necesitaba para reprimir las fuerzas opositoras.
Su decisión, por tanto, fue entregarle el pastel del soborno, del tráfico ilegal de mercancías y trata humana y no fiscalizar su presupuesto ni desmanes. Así permitía que la cúpula policial y militar se enriqueciera y que los oficiales de bajo rango consiguieran boronas para la supervivencia. Los salarios nominales eran de importancia secundaria.
Al pasar los años, la economía de la ilegalidad creció en la República Dominicana. Se incorporó el narcotráfico y el microtráfico, aumentó el comercio ilegal y la migración indocumentada desde Haití. El negocio de policías y militares se diversificó y amplió. Eso trajo también un aumento de las confrontaciones entre pandillas y los llamados “intercambios de disparos”, ya no por razones políticas, sino económicas.
Conjuntamente, la sociedad dominicana creció en tamaño, la criminalidad aumentó, y las instituciones del orden público se hicieron cada vez menos efectivas en su misión de proteger a la ciudadanía.
Por eso, en la última década, la Policía Nacional ha sido mal evaluada.
En la medición del Barómetro de las Américas de 2918-2019, la confianza en la Policía Nacional dominicana fue la cuarta más baja de la región, con un promedio de 39 puntos. Esa confianza registró promedios aún más bajos en las personas que habían sido víctimas de la corrupción o la delincuencia, las que se sienten más inseguras y las de mayor nivel educativo.
Ante la pregunta de si la Policía protege la ciudadanía o es parte del problema de la delincuencia, un 62% dijo que la Policía es parte del problema.
El asesinato reciente de dos evangélicos por una patrulla de la Policía, mientras se desplazaban en una yipeta en la zona de Villa Altagracia, generó indignación y trajo a la palestra pública nuevamente el tema de la reforma policial.
Al respecto hago tres breves comentarios:
Primero, si los asesinados hubiesen sido criminales, hoy la Policía fuera “orgullo nacional”. Se equivocaron de objetivo y eso provocó la reacción social. Esto significa que no hay conciencia ciudadana de lo que debe ser y hacer la Policía. Su deber es prevenir o captar delincuentes, no asesinar personas, a menos que sea en defensa propia.
Segundo, se sabe lo que hay que hacer para alcanzar una gestión policial adecuada. Hay que desmontar los esquemas de corrupción que van desde pequeños sobornos hasta la complicidad en el tráfico ilegal de drogas y entrenar mejor.
Tercero, la comisión recientemente nombrada por el presidente Abinader le quita presión ante la opinión pública para que actúe ya, pero no resuelve el problema, aunque al final los comisionados ofrezcan buenas sugerencias.
Los problemas de la Policía no se resuelven con simple aumentos salariales, ni comisiones de notables, ni discursos altisonantes, sino con acciones contundentes y sistemáticas que emanen del presidente vía el Ministerio de Interior y Policía y la Dirección de la Policía. Ya veremos si la reforma va en serio o de relajo.
Artículo publicado en el periódico HOY